CUANDO se nos habla de una Academia inmediatamente pensamos en un instituto dedicado a justificar, defender, combatir, exponer o historiar asuntos hondos y muy serios. La "Academia del Real" que se fundó durante la Feria de Jerez pasada nada tiene que ver, sin embargo, con esta idea, ya que en ella no se diserta ni se investiga. Ni siquiera los libros poseen en ella un papel principal; al menos, en el sentido que hoy tenemos acerca lo que es un libro, tan distinto del existente en la Antigüedad cuando se pensaba que no era más que un sucedáneo de la palabra oral.

Los académicos constituyentes de esta "Academia del Real" han decidido que el método de expresión de sus criterios y opiniones no sea el de la conferencia o el artículo (en los cuales es un solo individuo quien ilustra a los oyentes o lectores, meros sujetos pasivos), sino la conversación y la tertulia, donde las ideas se prestan, se reciben y se confrontan.

Se trata, en síntesis, del mismo procedimiento que se seguía en la Escuela pitagórica, cuyo fundador no dejó impresa ni una sola página que sirviera de meditación o de estudio para sus seguidores. Pitágoras enseñaba oralmente porque estaba convencido de que la letra escrita ata y sujeta; él buscaba en cambio que su pensamiento siguiera, incluso después de su muerte, transformándose y enriqueciéndose con las aportaciones de sus discípulos. Para ello inventó la fórmula del "magister dixit" (que equivocadamente muchos traducen en su sentido literal - "el Maestro dijo"- como sinónimo de axioma), que permitía a cualquier pitagórico proclamar una doctrina ajena a la tradición de la Escuela; si los demás la rechazaban precisamente por heterodoxa, la invocación del "Magíster dixit", abría la obligación de debatir sobre ella

Lo mismo acontece con esta "Academia del Real", en la que no existen normas ni estatutos, sino sólo un principio de obligado cumplimiento : cualquier controversia ha de producirse sólo sobre asuntos superficiales, debiéndose interrumpir de inmediato cuando roce lo trascendente.

No sólo acato, sino que me parece bien esta decisión de los académicos, porque no debemos olvidar que sus disertaciones discurren con un fondo de Feria y los temas banales empapan mejor el vino que los graves y profundos; y además, bastantes reputaciones naufragan ya en el piélago dorado de una copa de vino (tantas, que con razón podría decirse de las casetas de feria que son panteones de lona donde expira y se entierra el prestigio de muchos), para añadir otro medio más para el descrédito.

Como el interés de cualquier debate está en tantear, ofrecer, recibir y escrutar, poniendo en un plato de la balanza el peso de nuestras razones y en el otro las de nuestro interlocutor, no hay polémica más descaminada que la mantenida contra un borracho. Y es que las razones del borracho tienen todas el mismo peso : los 0'789 gramos, que la Química fija como propio del alcohol etílico. Jamás, por tanto, discutamos con esos que en Feria se beben hasta los vientos.

Pero los borrachos son sólo una especie más de ese escaparate de gente atrabiliaria que hace de la Feria su espacio de exposición. En sus casetas se congregan todos los empedernidos, los cursis irreductibles, los que conciben mal, los estragados de las delicadezas y los Judas que alientan traiciones. Pero todos son eclipsados por los más granujas de todos los granujas : los desahogados.

Me refiero a esos que cuando se pide la cuenta, inician el gesto de echar mano a la cartera, pero que siempre sacan los últimos, haciéndonos pensar que en el Lejano Oeste hubieran tenido corta vida; a los que van de reunión en reunión con la copa vacía y se escabullen en cuanto la ven llena; a los que otean desde su bien orientado bienteveo quiénes de entre los que apuran en la barra langostinos o jamón los pierden de vista durante más tiempo. Los conozco desde lejos y me guardo de ellos, aunque siempre hay alguno que me ve la jugada y se me anticipa. Fue el caso de lo que me ocurrió el jueves de la Feria pasada.

Alternaba yo en la caseta "La Penúltima" con el también académico de número de la del Real, Pep Barca - el acreditado modista catalán que tanto éxito obtuvo esta pasada temporada en la pasarela de Milán - cuando se nos acercó uno, de sobra conocido por todos los profesionales de nuestra zona (especialmente médicos y abogados), experto en aprovechar cualquier charla para sacar a colación sus dolencias y asuntos, pidiendo después diagnóstico o consejo, por supuesto gratuitos.

Hablábamos Pep y yo con gran dificultad para entendernos por el volumen excesivo de la música, cuando ví entrar en la caseta al ínclito personaje. El también me vio y antes de que me diera tiempo a advertir a Pep ya lo teníamos con nosotros. Le ofrecí mi mano con gesto distante y él me respondió con un abrazo. Tras unas palabras de tanteo, inició una perorata en voz alta para vencer a los decibelios y que no se me escapase nada de sus divergencias con cierto inquilino suyo que no le pagaba la renta. Yo me hice el tonto, dirigiendo la conversación a uno que bailaba sevillanas con el estilo tan característico de las academias de Zamora.

Advertido de mi mala disposición al sablazo intelectual que quería darme, desistió apurando su copa de vino. Se quedó entonces mirando a mi acompañante tan insistentemente que comprendí que no podía eludir la presentación. Elevé el tono lo que pude, porque estábamos junto a uno de los bafles del equipo de música : "No sé si conoces a Pep Barca…". Se le iluminó la cara y dijo de corrido : "¿Pepe Arcas, el dentista?. Me alegro de conocerte. Qué profesión tan apasionante la tuya. ¿Sabes lo que dice un amigo mío? : que lo peor que le puede pasar a alguien es que su dentista le diagnostique una enfermedad venérea. Je, Je, Je… Oye, ¿qué me recomiendas para estos dientes tan amarillos que tengo?".

Pep se quedó un momento pensativo y respondió con su acento cerrado de Manlleu : "Pues no sé. Així, a bote prompte : una corbata de rayes burdeos y verd inglés".

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