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Pues sí, celebro efusivamente y simbólicamente al que ha tenido al fin la iniciativa de mandar bajo una capa de asfalto los adoquines del famoso eje Corredera-Cerrón. Hasta los eggs ya de salir del coche (y en mis tiempo de motorista, más aún) como si hubiese estado rompiendo turrón del duro de la feria con un martillo hidráulico. Un despropósito de pavimento que arruina carrocerías de motos y todo lo que sea suspensión o tenga forma de muelle en un vehículo.
Pero ojo, que a mí el adoquinado me gusta (no tanto como el arroz marinero o las gambas blancas de Huelva), pero me gusta un adoquinado colocado en condiciones. Véase la calle Lealas o Merced, que ya hace un buen tiempo que se arreglaron las dos vías y ahí está la calzada, perfecta y sin apenas baches.
No digo yo que el pavimentado no sea bonito, y que no lleve cierto retazo de nostalgia a determinados rincones de la ciudad, pero es que quien dice la Corredera, dice el Mamelón la cuesta de José Luis Díez, que son un buen puñado de esperpénticos metros de camino de cabras, tercermundistas y con toda la pinta de hundirse en el abismo de un momento a otro.
Otro sector que defiende el adoquinado proviene de aquellos que en Semana Santa (que por estos lares debería llamarse Año Santo) gustan de ver los faldones de un paso rozando el empedrado, o escuchar el racheo de los costaleros. Es cierto. El asfalto es menos cofrade que el botellódromo, pero tampoco creo que sea nada a tener en cuenta para que el resto de centenares de coches que circulan por esas arterias que dan al centro urbano tengan que pagar el pato.
Dice mi admirado Paco Aleu que van a convertir en una autopista lo que en otras ciudades europeas sería zona peatonal desde años. Y tiene razón. Descansen en paz, sí o sí, los malditos adoquines. O al menos los adoquines mal puestos.
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