TIENE QUE LLOVER

Antonio Reyes

Agnósticos

Lo que no ocurre en el Reino Unido no pasa en ningún otro sitio. Resulta que los autobuses londinenses, acostumbrados a circular por la izquierda, como Dios manda, se han vuelto agnósticos. Portan en sus laterales unos eslóganes muy acertados: "Es probable que Dios no exista. Ahora, deja de preocuparte y disfruta de la vida".

Entre mis muchos sueños irrealizables nunca estuvo convertirme en un autobús. Pero ahora, ante esta maravillosa osadía, me dan ganas de transformarme en un gigantesco vehículo de cuatro ruedas y, con permiso de Gallardón, volverme un hombre-autobús-objeto-portapancartas.

Y es que uno, de por sí religioso, al menos de formación, está cada vez más convencido de que la existencia o no de Dios no debe condicionar la vida humana. Los capillitas me dirán que cómo se puede uno sentir religioso negando la implicación de Dios en la realidad de cada día. Pues precisamente por ello. La independencia del ser humano es la que posibilita la libre elección. Mientras no tengamos capacidad de decisión no existe, en sentido lato, ser humano. Lo demás sería determinismo. Así pues, planteo como condición expresa para creer en Dios la negación de su existencia.

Sé que me estoy metiendo en un berenjenal de mucho cuidado, y que correspondería a filósofos, teólogos y otros especímenes similares, más que a un humilde maestro como yo, la resolución de esta hipótesis críptica que acabo de plantear. Pero creo que la felicidad, aspiración suprema del ser humano, debe guiar los caminos de la existencia. Y las vías para alcanzarla pueden ser variopintas, incluidas la religiosidad o el ateísmo.

En la mayoría de las ocasiones el problema de Dios no es su unicidad, ni su carácter de ente supremo, ni su cualidad de suma respuesta a los múltiples interrogantes que a veces se antojan irresolubles. El problema de Dios, decía, su mayor problema, son sus representantes. Llegado a este punto, me acuerdo del caso de una buena amiga que, además de apasionada lectora, continúa apuntada al Círculo de Lectores por la bondad y eficacia de su vendedora. Y es que los representantes del Creador en la Tierra, si trabajaran en el Círculo, no venderían ni un solo libro. Así, con esos agentes delegados terrenales, enfrascados en anteponer la terquedad ciega de la fe a cualquier atisbo de racionalidad y progreso humano, a uno le entran ganas de convertirse en autobús londinense y proclamar en Tragalgar Sqare que necesitamos un poquito de independencia, que ya está bien de ser tratados como menores de edad, que el ser humano está llamado a ser libre y feliz, mal que les pese a quienes llevan siglos atemorizándonos con el fuego eterno. Son los mismos que arremeten contra un matrimonio por "seleccionar" a su nuevo hijo para que cure la incurable enfermedad de su hermano.

Cuando uno escucha a estas criaturas delegadas, por muy religioso que se sienta, como es mi caso, no tiene más remedio, por obligación ética, que proclamar que Dios no existe. Al menos el Dios que nos muestran sus representantes terrenales.

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