Todos son bastante ridículos. Los rituales de apareamiento -desde la tortuga hasta el profesor universitario que tontea con sus alumnas, pasando por el pavo real y sus imitadores- son trámites que se mueven habitualmente entre lo cursi y lo salvaje, entre la burrada y el ballet, de manera que a veces se echa en falta un buen manual donde vinieran detallados los pasos exactos que habría que seguir para no meter la pata.

Por ahora no existe ningún libro de instrucciones que convierta el cortejo en un proceso parecido al de arreglar una lavadora. Pero no andamos lejos, al menos en países como Holanda, donde hay manga ancha para otros pasatiempos pero que en materia legislativa sobre requiebros y piropos (tan importantes a veces para esos ceremoniales eróticos), no se quiere dejar margen ni para la duda ni para la inmoralidad.

Tras ser multado por el Ayuntamiento de Rotterdam, cierto donjuán callejero que había lanzado besos al aire y había comentado a voces los atractivos de unas señoras que no tenían ganas ese día de aguantar babosos, ahora ha sido absuelto por un juez, que considera que esas efusiones picaronas, esas proposiciones de matrimonio a primera vista, mientras no pasen de la raya, no son constitutivas de delito, pues están amparadas por la libertad de expresión.

En época de insultos gratuitos por tierra, mar y aire, es motivo de satisfacción saber que el piropo que le pueden soltar a una señora al pasar delante de una obra no tiene por qué salirle más caro a quien lo diga que llamarla terrorista en una tertulia televisada.

Con todo, no hay que negar que el piropo siempre tuvo algo de agresión. De agresión al buen gusto, por lo menos, ya que habitualmente esas expresiones se mueven en un terreno casposo, entre la zarzuela chusca y las canciones de la tuna, aunque tampoco sé yo si habría que darle categoría penal mientras no rebasen ese ámbito de la simple garrulería.

Pero no pensemos que los holandeses han sido los primeros en debatir sobre la afición a echar flores y sus límites jurídicos. Ya Miguel Primo de Rivera legisló hace un siglo sobre esas cuestiones, advirtiendo al que "aun con propósito de galantería, se dirija a una mujer con ademanes o frases groseras o la asedie con insistencia". Incluso Jardiel Poncela (que no se dedicaba a gobernar pero también sabía hacer reír) en su tratado Lo que yo haría si fuera idiota, desaconsejaba vivamente el uso del piropo.

Por tanto, es urgente que restablezcamos esos límites, entre otras razones porque la natalidad ha caído estrepitosamente en España y a lo mejor es consecuencia de la incertidumbre genital que está padeciendo nuestra juventud. Al no saber la población con edad de procrear hasta dónde se puede llegar en materia de cortejo, en qué términos puede invitarse a alguien a tomar una cerveza y durante cuántos segundos se le puede mirar a los ojos sin vulnerar la ley, se entiende que muchas veces el sexo con otras personas pase a convertirse en práctica de alto riesgo.

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