Estamos acorralados. Cuando no es la ternera es el cerdo. Si no toca sembrar el terror con las latas de atún, se mete miedo con los boquerones en vinagre, o se recurre a la carne mechada, que es la última oferta de lanzamiento en este mercado mundial de la histeria colectiva. No tenemos escapatoria. Ni la carne ni el pescado son tan saludables como creíam nuestras abuelas. Ni siquiera cuando uno se refugia en las estrecheces de la dieta vegetariana está a salvo, pues tampoco sería la primera vez que la amenaza llega en forma de pepino tóxico o de lechuga con ese regusto termonuclear que tienen las verduras cuando se cultivan frente a una central de ciclo combinado.

Para acabar de ponernos el vello de punta, las autoridades sanitarias pretenden que ahora los paquetes de sal traigan advertencias como las que llevan las cajetillas de tabaco y que así, al comprarlos, sepamos que nos estamos jugando el pellejo: que un aliño imprudente puede causar la muerte o que la sal en exceso provoca impotencia, si es que la provoca, que no sabría yo decir en estos momentos.

Nunca está de más informar a los consumidores sobre estas contraindicaciones que trae aparejada la vida cotidiana. Lo que pasa es que, por esa regla de tres, no solo los saleros tendrían que avisar de sus peligros. Los botes de mermelada, las tarrinas de mantequilla y los tambores de detergente también deberían indicar que ingerirlos puede acarrear problemas graves.

Con esas mismas razones, el faquir podrá denunciar a su ferretero si sufre una indigestión por comer esas alcayatas en cuyo envoltorio no decía nada de lo que ocurre cuando se administran por vía oral. Y quien dice el faquir, dice la patinadora, el paracaidista o el banderillero, que también estarán en su derecho de reclamar al fabricante por no advertir de los correspondientes peligros.

Habrá que empezar a colocar letreros en las charcuterías y en los puestos de churros, sí, pero también en las papelerías, donde se venden unos productos tan perjudiciales para la salud como los lápices de colores, que pueden dañar la vista si se clavan en el ojo.

En casi cualquier tienda es posible comprar vino. Sin embargo, no veo yo que en la etiqueta de ninguna botella aparezca una calavera sonriente y disuasoria aclarando que beber su contenido causa tremendos estragos. Y la leche de vaca, con lo que contiene, ¿acaso no la está vendiendo sin receta médica?

Habrá que acostumbrarse. Cuando cunda el ejemplo y no quede un solo producto de consumo que no venga con su advertencia sanitaria, despertaremos en medio de la noche por culpa de un mal sueño poblado de merluzas asesinas y de barras de pan amasadas en campos de tiro. Lo harán por nuestro bien pero, con tanta recomendación, abriremos la nevera con mano temblorosa y encomendándonos a los santos del cielo.

Viviremos angustiados, aunque es posible que vivamos más años. O no, porque con tanto comestible letal como nos rodea, se llega a una conclusión: no hay dieta más sana ni equilibrada que dejarse morir de hambre.

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