LAS alarmas han saltado en el continente suramericano, inmerso desde hace tiempo en un ambiente muy crispado, propio de un vecindario mal avenido. Pero hasta esta comparación le viene corta, no hace justicia a lo que está ocurriendo en la zona, donde la diplomacia vive horas bajas y, por contra, la temperatura dialéctica no hace más que subir, alimentada en ocasiones por intervenciones cercanas al matonismo. No son mensajes incendiarios ni soflamas impregnadas de demagogia lo que necesita en estos momentos la región, que no logra desembarazarse de una vez por todas del secular caudillismo con el que algunos intentan erigirse en el salvador de países condenados a entenderse. Lo ha dicho el presidente de Brasil, Luis Inácio Lula Da Silva, probablemente uno de los líderes participantes en la cumbre de la Unión de Naciones Suramericanas celebrada en Quito que más sosiego y prudencia han mostrado: "Tenemos que ponernos de acuerdo sobre nuestro futuro, porque si no hay esta relación amistosa entre nosotros, crearemos un club de amigos rodeados de enemigos en vez de una institución que nos integre a todos". Enfrente de esta reflexión, como era de esperar, el presidente venezolano, Hugo Chávez, echaba gasolina al fuego. "Soplan vientos de guerra", advirtió Chávez liderando la confrontación con Colombia, en el punto de mira de los países tras su acuerdo con Estados Unidos para permitir al Pentágono el uso de siete de sus bases. Bolivia propuso a los países participantes en la cumbre una resolución de rechazo a ese acuerdo. No tuvo éxito. Y la situación es tan delicada que el asunto volverá a tratatse en una cumbre ulterior con sede en Buenos Aires. A ésta si acudirá el presidente colombiano, Álvaro Uribe, ausente en Quito por las nefastas relaciones de su país con Ecuador. Es de esperar -y deseable- que la reunión en la capital argentina disipe esos vientos bélicos que invoca, con su habitual fanfarronería, el dirigente venezolano. No es esta la senda por la que debe discurrir la convivencia entre los países suramericanos. El aislamiento internacional y menos aún la tensión en las fronteras no es el método idóneo, en pleno siglo XXI, para una comunidad que persigue consolidarse en el escenario internacional.

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