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Los artículos de juventud de Chaves han sido poco leídos y quizá por eso seguimos oyendo hablar del localismo de sus inicios, cuando es evidente que el cronista, incluso antes de forjar el estilo que lo convertiría en uno de los grandes de su siglo, observaba la realidad andaluza desde una perspectiva crítica, nada complaciente respecto a toda clase de estereotipos. Es interesante volver a ellos y en particular seguir la huella que han dejado en su escritura periodística los trabajos de la Exposición Hispano-Americana, que fue el nombre primero de la famosa del 29, donde Chaves no pierde ocasión de burlarse de la retórica oficial y las palabras hueras, al tiempo que celebra un sentimiento de hermandad que se parece muy poco al que perpetraría el discurso franquista. Parece claro que fueron los vanos esfuerzos de la dictadura por reactivar las relaciones con el continente los que contaminaron una cierta idea de América, que bebía de una tradición secular y ha quedado reducida a caricatura. Como las de los míticos pinares de Oromana o las altas bodegas de Jerez, la excursión a La Rábida era uno de los desplazamientos rituales para los escolares de los setenta, que salíamos de las catedrales del marco un poco embriagados y tanto más felices. Por algún sitio deben de andar las postales con los frescos de Vázquez Díaz, que datan del tiempo de la Exposición -aunque fueran luego secuestrados por los comisarios de la denominada estética nacional- y siguen siendo una clara muestra de aquella España más o menos desastrosa, pero ilusionada de los años veinte. No está de más reivindicar los consabidos lugares colombinos, ahora que las muchedumbres se dedican a profanar las estatuas del almirante, y entre aquellos el poco espectacular monasterio de La Rábida, donde según es fama se fraguó el apoyo real a la alucinante travesía, ocupa un modesto lugar de honor que para muchos de nosotros -los que todavía leíamos lo de "La Española, mal llamada Haití" en los libros de texto del colegio- está asociado a la memoria sentimental de la infancia. Ninguno de los viajes posteriores puede igualar la emoción que sentíamos cuando los maestros nos llevaban a pasar el día en cualquiera de los destinos antedichos: la noche casi en vela de la víspera, el agua con sabor a estanque de la cantimplora o los inigualables filetes empanados de madre remiten a esa clase de sensaciones de las que con razón se dice que valen por una patria. Espera uno en fin que los niños en los que depositamos, dada la locura general que se ha apoderado de los adultos, los mejores deseos y toda nuestra esperanza, sigan yendo de excursión adonde los benditos padres franciscanos.
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