EN la pequeña ciudad norteamericana en la que ahora vivo, los colegios electorales están instalados en la iglesia episcopaliana, en la Iglesia de la Alianza, en la iglesia metodista, en dos iglesias baptistas, en el local donde ensaya una banda de música, en una clínica, en el vestíbulo de un hotel y en un centro municipal. El único local que forma parte de la estructura del Estado es el centro municipal, los demás son instituciones religiosas o privadas. En Europa eso sería imposible, ya que la separación entre Iglesia y Estado, y entre lo público y lo privado, es absoluta en términos administrativos y electorales, pero en los Estados Unidos todo es distinto. A nadie le extraña votar en una iglesia -como la Iglesia de la Alianza- que sería muy difícil saber a qué corriente cristiana representa. Y a nadie le extraña votar en el local de ensayo de una venerable banda de músicos aficionados, o en el vestíbulo de un hotel.

Estas diferencias son las que hacen que nos cueste tanto entender la democracia norteamericana. Los Estados Unidos nacieron en 1776 como una república independiente que se regía por un sistema democrático. Y sus fundadores eran los herederos de los disidentes religiosos que habían sido expulsados de Inglaterra en el siglo XVII -puritanos y cuáqueros, sobre todo-, así que la democracia era inseparable de una confesión religiosa, por minoritaria que fuera. Y además, los Estados Unidos, desde sus mismos comienzos, eran un país de propietarios rurales, porque su expansión económica se hizo posible a costa de las vastas tierras de los indios que les fueron arrebatadas por las remesas de inmigrantes que iban llegando desde todos los puntos de Europa. Por lo tanto, las iglesias disidentes, la propiedad privada y la democracia eran tres conceptos que estaban indisociablemente ligados a la política americana. De hecho, si se vota en martes -y además en un día laborable-, es porque los padres fundadores no permitían votar en domingo, un día que sólo podía estar consagrado al Señor. Y si alguien se pregunta por qué no hubo nunca un poderoso movimiento revolucionario en los Estados Unidos, la respuesta es que siempre fue un país en el que había más propietarios que asalariados. Por eso es imposible imaginar allí un movimiento anarquista como el de los jornaleros andaluces de los años 20 y 30.

Cuento esto porque la democracia americana es muy distinta de la europea, heredera de los principios laicos y estatalistas de la Revolución Francesa de 1789. Sólo eso explica que un candidato se defina como devoto mormón, y el otro tenga que fingir una fe religiosa que no parece muy profunda. Mientras escribo esto, no sé cuál de los dos ha ganado. Espero que sea el que tiene que fingir.

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