Anda que tú

Dejamos de avergonzarnos de nuestra adolescencia, para empezar a verla con ternuras de abuelo

Hay una frase inquietante de san Agustín. No la del corazón inquieto hasta que no descanse en Dios, que cae de suyo. Se trata de aquel aviso de que sólo vemos en los demás y criticamos los defectos que tenemos nosotros. Parece una paradoja absurda, pero luego, en la práctica, te fijas y es verdad verdadera, como un truco de magia.

Ayer me metía con Zack MacLeod Pinsent, joven inglés que ha dado en vestirse como un caballerete de la Regencia, con gran éxito mediático en esta época hastiada de vulgaridad; aunque de forma contraproducente, pues transmite la idea de que sólo el disfraz puede salvar a esta época. Minusvalora el buen gusto, que puede con todo, hasta con esta época. Lo malo es que yo, aún más joven que Mr. Pinsent, habíame paseado en mi adolescencia con una capa española al viento.

Mi patriotismo, que mantengo incólume, dio en considerar que llevar abrigo era demasiado austriaco. Si no me puse gorguera fue por un pelo y recuerdo que busqué por El Rastro un bastón-estoque (que por fortuna no encontré) para ir con mi espada como el señor de Torre de Juan Abad, que alimentaba mis lecturas. Al amigo Zack debo haber recordado aquello. Quizá una vergüenza subconsciente lo había cubierto con un tupido velo o, más propiamente, con una buena capa, que todo lo tapa.

He pensado en la paciencia de la que tuvieron que hacer acopio mis pobres padres, y me ha venido bien para ir preparándome para la adolescencia de mis hijos, que se acerca inexorable. Además, mi madre me ha dado una lección doble con treinta años de retraso. Por entonces, mi hermano Nicolás, el del PP, ya apuntaba maneras y, en vez de capa española, le dio por el estilo surfero. Llevaba unos dobladillos marisqueros que yo consideraba un tanto histriónicos (¡yo, el de la capa!). Como hermano mayor, me quejaba a mi madre de que dejase ir así de ridículo al chiquillo (¡yo!, insisto). La primera lección de mi madre fue que no se puso agustiniana con el «¡Anda que tú!» que me merecía. La segunda es que, en cambio, me explicó que hay batallas que los padres no tienen que dar, porque son manías que ni ofenden a Dios ni comprometen el futuro del hijo. No hay que quemar energías reprendedoras en asuntos triviales. De la capa no dijo ni mu.

Con el tiempo, dejamos de avergonzarnos de nuestra adolescencia, para empezar a verla con ternura de abuelo, y más en este caso. Mil gracias, Mr. Pinsent, y una reverencia

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