Gafas de cerca

Tacho Rufino

jirufino@grupojoly.com

Anortografofilia Vs. sapiofilia

En una escena de Manhattan, Mary Wilkins (Diane Keaton) le presenta a Isaac Davis (Woody Allen) a un tipo achaparrado, de expresión simple sin llegar a las babas y bastante tosco (Jeremiah, Wallace Shawn) con el que se acaba de encontrar después de mucho. Resultaba ser su antiguo marido, revelación ante la que Isaac, inquieto, no salía del pasmo. Por escarbar, con esos celos que cantan más cuanto más se disimulan, se lleva el bofetón de la pija bohemia de su chica: "Era un amante bestial". Es un buen ejemplo de dos neologismos que parecen estar consolidándose: anortografofilia (la que provocó el básico ex) y sapiofilia (la de Woody, que ya más causaba esa filia en Tracy, Mariel Hemingway, que en Keaton). Da igual si no recuerdan el peliculón, me explicaré.

Una persona sapiofílica siente debilidad afectiva y erótica por personas a las que considera intelectualmente superiores, lo que bien puede ir parejo a un sentimiento de Pigmalión de éstos o, directamente, a una actitud de insoportable pedantería del sabio (sapio es por sapiencia, y no por sapo con alma de príncipe que redime princesitas con su gran inteligencia). Suele darse en quienes manejan bien el lenguaje escrito y hacen de ello un estandarte y una imperativo… por ir dando el coñazo a quienes cometen faltas. Eso está muy mal. Pero peor es la actitud, muy estimulada por las redes sociales, de defender que la ortografía no es importante para escribir. Causa ésta que sólo defiende quien ni sabe ortografía ni, apuesten sobre seguro, puede escribir medianamente bien.

Que no pasa nada por escribir bien o mal. Entre eso y ser un buen mediocampista creador, hubiera preferido creo lo segundo. Con este último todovale, tan democrático, se alía el movimiento anartografofílico.

Las faltas, como la rudeza de Jeremiah el ex de la Keaton -aquel máquina improbable-, parece que motivan sensual y hasta sexualmente a algunas personas cuando "hablan" por internet, por Whastapp y demás foros. Como las uñas negras de un rudo marinero o el olor de la coyuntura axilar de una chica. Por qué no. Allá cada uno y cada una, mientras no salpiquen. Pero no nos escandalicemos: la cosa va por otro lado. Los relamidos del lenguaje, por lo general pepitogrillos de sus interlocutores, no ponen más que un rato y a poco público. Y los que pasan un manojo de la ortografía -llegando o no al brutal ola kase -se dan un perfume de sobradez de autoestima y de animal bueno que tiene no poco público. A riesgo de ser blandengue ante quienes gustan del teclado amontunado, lo escribiré: O tempora, o mores.

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