Programación Guía completa del Gran Premio de Motociclismo en Jerez

Relatos de verano

Paco Núñez

Años de humo (3)

El 5 de marzo de 1811 tuvo lugar la indecisa batalla de Chiclana, o de la Loma del Puerco, entre los imperiales y los hispanoingleses. Los guerrilleros fueron en aquellas jornadas un factor clave para la información del movimiento de tropas. Eugenio, el Asaúra, estaba entre ellos, junto con otras partidas, entre las que se encontraban llanitos de Gibraltar, híbridos de contrabandistas y bandoleros que prestaban excelentes servicios en los momentos más inesperados del conflicto.

Años de humo	(3)

Años de humo (3) / Rosell

Allí, hondo, bien cubiertos de tierra, que no lo huelan y desentierren hozando los jabalíes ni los zorros o los perros cimarrones, que son peores. A veces pasa eso, y se destapan los muertos que la prisa no dejó meter más profundos. Allí, que no lo descubran los franceses, ni los de la Milicia Cívica, que luego las represalias son seguras. Si simplemente no han llegado los correos a su destino es ya otra cosa, que pudiera hasta que hubiesen desertado. No serían los primeros. Y si no, cualquiera sabe dónde han podido caer, en manos de quién, y lo que habrá podido ser de ellos, dirían los gabachos.

-Igual hasta están aún vivos, mon capitain, no vamos a tomar represalias por todos los pueblos y lugares por donde pueden haber pasado, y encima no sabiendo de fijo lo que habrá sido de ellos.

-Sí, quizá tenga usted razón, lieutenant. Esperaremos, aunque me fío poco. Pero sí, esperaremos noticias. Nunca se sabe. On ne sait jamais

Verdaderamente tuvieron mala suerte aquellos dos correos. Querer hacerse pasar por comerciantes ingleses ante vosotros. Bueno, ante ti, ante casi todos, lo hubieran tenido fácil, que nada más habláis español, y no muy bueno, aunque suficiente. Ante Domingo, el Ojovirao, no. Para algo tenía que servir tener a un gibraltareño con vosotros. Y no solo para proporcionarle un rifle Baker a la partida, para el mejor tirador, insistieron, que por eso fue a Zapatón. Ojovirao, un llanito que igual chanelaba el español que el inglés, el muy jodido. Un contrabandista como la copa de un pino, un tío bragado y cachondo como pocos, con el que aún tenéis contactos. La carita que se les puso a los correos aquellos cuando, de debajo del sombrero calañés, desde la sonrisa más amable de Ojovirao salieron aquellas palabras en perfecto inglés que aturrullaron a los otros y ya no dieron pie con bola mientras vosotros no bajabais las armas y les hacíais descender de sus monturas. Dos buenos caballos, claro, pero sin hierro significativo. No van a montar a dos correos secretos en jacos de la remonta francesa. Dos buenos tordos que fueron a engrosar a los de la partida, que eso nunca sobraba en aquel corretear las sierras de un lado a otro y donde muchas veces hacía más el aguante del animal que el conocerse los montes, cosa que los de la puñetera Milicia Cívica se conocían tan bien como vosotros, y algunos jodidos gabachos habían aprendido ya también, que tontos no eran. Pero tenían menos ojos y menos oídos distribuidos por todos sitios.

Los ojos y los oídos del ejército del sur. Eso erais, eso teníais que ser, como os dijo el general Ballesteros en Tarifa aquel día, poco antes de la batalla de Chiclana, que quién sabe por qué no terminó mejor para los nuestros. Los ingleses, que si los españoles habían llegado tarde. Los españoles, que si los ingleses se habían adelantado. Para quien no terminó bien aquello fue para el general francés Sénarmont. Allí está, enterrado en la ermita de santa Ana, en la misma Chiclana. Vamos, que habrá ido más derecho al cielo porque le hayan dado tierra delante del mismo altar, dicen.

Y vosotros, aquellos días previos al choque, oteando desde los cerros, disfrazados de pastores, que algunos ni disfraz precisaban, porque ya lo eran, y tiraban con la honda mejor que con la escopeta. Y los franceses y la Milicia sin saber quién era amigo y quién no. Debe de ser jodido eso de estar entre lomas y montes que no se acaban, y no saber de dónde te va a salir qué o quién y con qué intenciones. Y en todo caso, como frontera de las sierras, el mar. Pero el mar era inglés. Muy inglés. Eso venía bien en aquellos tiempos, que si no, de qué se iba a haber salvado Cádiz, y Tarifa, y Gibraltar, y cosas así, que desembarcaban los hombres que querían donde les daba la gana. Y en Portugal, que parece que también llegaron por mar y no pudieron echarlos ya los franceses. Tú no, tú, hombre de sierra, de encinares, de carrascos, de tomillos, retamas y romeros, con las alondras mañaneras delante de tu trote, el águila planeando, ella a lo suyo, y la perdiz repentina o el conejo corriendo asustado, cuando no al otro lado del cañón de la escopeta. Tú, la sierra. Pero a los franceses, pensándolo bien, qué bendito carajo se les había perdido por aquí. Lo pensaste más de una vez, al verlos, de cerca o lejos, tú, con tu ropa de paisano, disimulando en alguna taberna, o al tenerlos al otro lado del punto de mira, en el campo, en cualquier encuentro o emboscada. Debía de ser adoración a su Dios, al emperador. Parece que todos necesitamos a Dios, y si no se cree en él se cree en el emperador, que es como Dios, un Dios visible a veces, generalmente lejano, a quien se adora y obedece ciegamente, como obedecía al Dios de verdad el Seminarista, el que dirigía aquella partida, y que se santiguaba, decían, antes de ultimar a un gabacho, y luego incluso echaba la bendición sobre los muertos, los unos y los otros, porque dicen que decía que ya muertos eran todos iguales, y que Dios sabría a quién acoger y a quién no. Qué cosas tenía el seminarista… Capaz de ser verdad.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios