Aquilino, maestro

Gran maestro, su influencia se extiende a varias generaciones y a personalidades muy diversas

El fallecimiento de Aquilino Duque ha hecho aflorar muchos testimonios que nos lo presentan como lo que indudablemente fue: un gran maestro de las letras cuya influencia se extiende a varias generaciones y a personalidades muy diversas. Nunca lo llamé yo así, ni me sentí tal, sobre todo porque me hubiera parecido pretencioso en extremo tratar de hacerme hueco en una estela poblada por tantos y tan buenos. Ahora comprendo que si no lo fue en afanes literarios que no compartíamos, sí puedo llamarlo maestro de vida, pues recibí de él tantas y tantas enseñanzas en todos los aspectos que importan y componen a un hombre.

Como tantos, llegué a él por la poesía. Una reseña de prensa me llevó a ese gran poemario que es Aire de Roma andaluza, tantas veces releído entonces y ahora, pero fue su brillante, abrumadora colección de ensayos La idiotez de la inteligencia, publicado en 1982 -un vendaval iconoclasta que deslumbró al joven a la contra que yo era en la para mi opresiva atmósfera de la Universidad de entonces-, lo que me hizo desear conocerlo para rendirle el que fue mi primer homenaje de admiración. Gracias a los buenos oficios de Abelardo Linares, padre del afamado editor y poeta, lo conseguí.

Un encuentro con Aquilino lo era siempre con su oceánica cultura, con un conocedor del mundo literario e intelectual que iba mucho más allá de lo extraído de los libros, aunque era lector insaciable. Como evidencia el epistolario Cartas a un poeta joven, editado por la Universidad de Sevilla, desde muy pronto Aquilino Duque supo cultivar el trato de los principales talentos de cada momento. Viajero impenitente además, su conversación era un anecdotario inagotable en el que se entrecruzaban personajes casi de leyenda, lugares fascinantes, situaciones sorprendentes e hilarantes. Todo ese mundo burbujeante se convirtió en materia narrativa de algunas de sus mejores y más divertidas novelas. Aquilino disfrutaba como un niño de las reuniones de amigos en las que desplegaba esos inmensos conocimientos que adobaba con ironía, humor, también con acentos indignados, jamás con pedantería.

Maestro en la vida y también en la hora de la muerte. Se sabía herido y durante días estuvo llamando con variados pretextos a muchos que ahora hemos comprendido con qué elegancia se iba despidiendo así de nosotros, al hilo de una conversación veraniega. Descanse en paz el maestro, el amigo querido.

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