La pandemia ha golpeado fuerte a la llamada religiosidad popular y, de manera especial, a su expresión externa en la calle. La duración y consecuencias de esta situación son, a día de hoy, impredecibles, aunque todo parece indicar que el confinamiento sacro ha venido para quedarse durante un periodo aún indefinido. El impacto en la conservación de ese rico patrimonio cultural que emana de estas externas manifestaciones de fervor puede, también, alcanzar dimensiones imprevisibles. Ante la enfermedad no sirven las vanas ilusiones de volver pronto a la vieja normalidad, las desesperadas, e imprudentes, llamadas a sacar pasos el próximo año o la creencia en maquiavélicas manos negras. Sólo el tiempo nos dirá si estamos ante un negativo paréntesis o en un pésimo punto de inflexión. A la Iglesia y, en particular, a las hermandades quizás les toque reinventarse. A los ciudadanos, creyentes o no, nos toca no mirar a otro lado ante la suerte que corran aquellos bienes culturales en estos, enésimos, tiempos de crisis.

Porque el calendario sigue inexorable su camino. Ahora toca celebrar la festividad de la patrona y mi propuesta, en septiembre y siempre, es volver la vista al arte encerrado bajo las bóvedas de los templos, en este caso de la Basílica de la Merced. En esa ambigua arquitectura que mezcla el tardogótico con las formas desornamentadas de un peculiar manierismo, emergen el gran retablo de Francisco de Ribas, el templete procesional de la Virgen - ambos de un tímido barroco de mediados del siglo XVII - , el rico frontal de plata guatemalteco del propio altar - la obra más destacada de la platería hispanoamericana en Jerez -, el exuberante retablo relicario rococó de Andrés Benítez, el sugestivo San Serapio o el genovés Jesús del Consuelo. El arte nos sigue esperando, buscando nuestra interacción espiritual o estética.

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