La cuarentena que nos hemos visto obligados a realizar para prevenir los contagios del coronavirus, tiene la ventaja de hacer que nos detengamos a reflexionar en todo aquello que el ajetreo diario no nos permite. Es cuestión de agudizar los sentidos para descubrir un mundo que estaba ahí pero que no se veía. Cosas tan sencillas como el cielo, las siluetas de las nubes, los árboles con sus hojas despeinadas por el viento o las estrellas que formando racimos semejan broches de brillantes prendidos a la oscuridad de la noche. Este encierro forzoso puede ayudarnos a discernir qué es lo que en verdad importa y sacudirnos todo lo superfluo. Ahora no hay lugar para los egoísmos ni para las banalidades. Es el momento de mirar a los otros y descubrir que los vecinos con los que nos cruzamos en el ascensor tocan la guitarra, cantan, bailan, escriben o tienen otros talentos que nos enriquecen como comunidad. Basta con detenerse y observar alrededor. Eso ha hecho mi amigo Manolo García, quien ha seguido de cerca a una pareja de cigüeñas que se ha asentado en lo alto de una antigua chimenea. Ajenas a lo que nos ocurre, macho y hembra se turnan para cuidar de los cinco huevos que tienen en el nido. Estas aves viven en armonía con los ritmos marcados por el día y la noche. La naturaleza les ha dotado de un instinto que les hace cumplir con su cometido sin meterse en los laberintos existenciales en los que las personas suelen desorientarse. Como dice Manolo, estas cigüeñas viven en su atalaya por encima del hombre. Van a lo suyo sin sospechar que la humanidad está convulsionada por un enemigo invisible que está causando dolor y que de forma inesperada ha trastocado la cotidianidad de todos. Ellas levantan el vuelo y surcan el cielo con la libertad que les caracteriza. Así, mientras las calles están vacías, las cigüeñas están tranquilas. Tal vez sea el momento de hacer un recorrido interior y escudriñar a conciencia en el abismo que separa lo que somos de lo que alguna vez quisimos ser.

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