DESDE hace unos meses pertenezco a ese ilustre cuerpo de abuelos primerizos; al que, todos los que puedan, deberían pertenecer para bien de la Humanidad. Probablemente el honor máximo que he logrado en mi vida. Como les habrá pasado a mis excelsos compañeros de cuerpo, eso conlleva un alto cargo de gilipollez; no nos engañemos. Nunca me hubiera imaginado hablándole al móvil, a las tres de la madrugada, diciendo: ¡hola, chico¡ ante una foto de mi nieto dormido. Esa circunstancia, absurda donde los haya, sólo la puede experimentar un “pobre acarajotado” abuelo primerizo que se convierte, de golpe, en un entrañable tonto de nacimiento. Y digo yo, gracias a Dios.

El nacimiento de mi nieto conllevó, además, que todos mis amigos, los que no los son, los conocidos del bar, los de la tertulia de los toros, los viejos sevillistas que queremos que se vaya un entrenador equivocado, los de la primera de Eindhoven -esa sí que tuvo valor; no la catorce con los mejores y un portero que se parece de De Gaulle, los Impresentables amigos de verdad… tuvieran que aguantar el aluvión de fotos desde que el niño abriera los ojos a la vida. Una barbaridad y algo que idiotiza a cualquiera. Como, hasta hace unos meses, no me había percatado de lo tonto que uno puede ser y como, además los niños, ahora, me caen muy de lejos -los niños de los demás, no mi nieto-, no había caído en el valor absoluto y supremo de los abuelos.

Ahora me doy cuenta -por ellos, no por mí - que esta sociedad funciona gracias a ellos. Son padres cuando los papás no pueden dedicarse a tiempo total a sus hijos; son educadores sabios de los que la sociedad, esquiva, mentirosa e insensible, no enseña; son compañeros de juegos; saben dar la mano cuando un apretón es más que nada; enseñan los valores tan necesitados… Son, en definitiva, los que salvaguardan el honor de una existencia que, hoy sin ellos, sería imposible. Por eso, ahora que he entrado en el augusto cuerpo de abuelos, me siento orgulloso de ello y quiero pertenecer a tan dignísima institución; aunque a la tres de la madrugada me vea hablando con el móvil y diciendo: ¡Hola, mi niño!

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