De Luis Eduardo Aute escribirán muchísimo mejor otros con más oído para la música. El tiempo que había reservado para escribirle unas líneas me he tirado en el sofá a oírlo. Esto no es el artículo que le debo. Sus canciones traen tanta adolescencia mía que me he puesto colorado. Y he cerrado los ojos para conseguir más calidad de imagen.

Como entre Astérix y Tintín, tomé partido entre los cantautores que me (en)cantaban. Dejé Serrat a los más nostálgicos y Sabina a los más malotes, y el más mío fue Aute, cantautor de línea clara, Tintín tras el estirón. No sé cuánto de la elección se debió a mi preferencia por una sensibilidad entreverada de pensamiento y por un culturalismo batido, no revuelto, con la propensión a la anécdota; o si esas preferencias ahora tan mías son consecuencia de aquella elección. Caminos de ida y vuelta, al fin y al cabo.

Juan Pablo II sostenía su luminosa teología del cuerpo y del amor humano y yo tendí estrechas analogías con esa sensualidad constante de Aute transida de espiritualidad y trascendencia. Óigase despacio su disco Slowly. Asumo, por supuesto, que esa simbiosis se dio en mi cabeza, pero también quedó en mi corazón.

Políticamente, las afinidades brillaban por su ausencia; pero cómo brillaban, porque en Aute aprendí enseguida todo lo que se puede tener en común con quien no se tiene nada que ver en lo ideológico.

Principalmente, su acercamiento a la poesía. No cantó, hasta donde recuerdo, a poetas canónicos, como harían Serrat, Paco Ibáñez, Amancio Prada y Loquillo, quizá porque sus letras ya se movían con naturalidad en un terreno poético. Que no tuviese un vozarrón le permitió llevar a la música ese «tono de confesionario» que Baudelaire (y Bécquer) insuflaron a la mejor poesía contemporánea; también traía de fábrica una elegante melancolía que transitaba incluso por sus canciones más celebrativas; y al revés: en sus canciones de fracaso y decepción, una traviesa ironía saltaba de estrofa a estrofa redimiéndolo todo con la varita mágica de una sonrisa irrenunciable.

Qué rara la renuencia de tantos a reconocer, como si fuesen financieras, sus deudas vitales e intelectuales. Es lo contrario: cuantas más deudas del espíritu, muchísimo más rico es uno. Tendido en mi sofá, pensando en Aute, imagino las mías inmensas, y no tengo prisa por saldarlas con ningún artículo. Quiero que sigan creciendo con los intereses de demora, maestro.

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