El otro día se me cruzó una anécdota de la formación de Paco de Lucía. Por lo visto, su padre lo ponía a ensayar a la guitarra durante horas sin fin. Alguna vez se quejó: "Me sangran los dedos". "Ya te dejarán de sangrar. Dale", contestaba el padre. Me parece muy bien, aunque no para mis hijos. Me explico.

Me parece muy bien porque con la blandura y los pañitos calientes no se llega a ningún sitio. Me cuentan de un obispo que se hace la siguiente reflexión: «Llevamos décadas poniendo a los chavales a dibujar y pintar cuando vienen a catequesis. Ahí está la explicación de por qué no conocen el catecismo. Lo que es más raro de entender es por qué no nos ha salido todavía ningún Velázquez». Pues no ha salido porque se da por bueno cualquier cartelito sensiblero y con colorinches. No les ha sangrado la mano de tanto pincel en busca de la perfección de un simple trazo. Entonces sí les hubiera aprovechado la catequesis.

Para alcanzar el grado de maestría en un arte, una profesión o un oficio hace falta mucha exigencia (al principio; luego, enseguida, autoexigencia). Cambiar la autoestima por la autoexigencia podría ser una forma práctica de conducirse.

"¿Pero no has dicho que para tus hijos no?", me espetarán ustedes. En efecto, no lo de la guitarra a no ser que quisieran ser flamencos a toda costa, que no parece el caso. Es fundamental, si uno va a ser muy exigente, plantearse, antes de nada, en qué y para qué y si merecerá la pena esa exigencia.

Yo tengo un interés principal en que mis hijos sean dichosos, y, en particular, eternamente. Y no digo "felices" para que no se me confunda con Paulo Coelho. Para eso, estoy dispuesto a hacerles llorar… de risa. También me importa que sean virtuosos del arte de amar. Y unos genios de la libertad personal. Ya entienden por dónde voy.

¿Me escaqueo del sacrificio con una finta dialéctica? Qué va. Creo en el sacrificio (y en la mortificación, incluso), y en que hay que estar dispuesto a que te sangren los dedos por la coherencia de vida, por los principios, por la libertad de conciencia. Quiero decir, que creo en una educación integral, que incorpore el necesario esfuerzo, la estricta exigencia y la irremplazable autoexigencia, pero todo coordinado con un proyecto de vida completo o, mejor dicho, completándose. Tanto, que, cuando descubran su vocación profesional e intelectual, estén preparados para dejarse allí también la piel.

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