Llevamos varios días, varias semanas y hasta años hartitos de la Princesa del Pueblo. S.A.R. doña Belén Esteban nos tiene hasta el gorro. Cada vez que la veo en la tele me rebelo conmigo mismo por haberle dado un segundo de mi tiempo. Sus desplantes, sus caras de suficiencia -por no decir de otra cosa- cuando hablan otros, su actitud chulesca, sus malas maneras, comida de chicle con la boca abierta incluida, forman parte ya de la estética de una cadena televisiva para cretinos.

Ahora, después de empeñarse en subírnosla a los altares, han escrito un libro sobre ella, han hecho un documental sobre ella, le han preparado, como si se tratara de la más espectacular estrella del cine que jamás haya existido, un estreno en una de las salas de la Gran Vía madrileña, con alfombra y todo para que los cazadores de mitos a contracorriente -¡pobrecitos!- pudieran admirar a su heroína.

¡Qué pena de país! Ahora resulta que la única que hace algo por los más desfavorecidos en este país se llama Doña Belén Esteban. Cuántas y cuántas mujeres hay en España que merecen la mitad de lo que a esta señora se le está ofreciendo un día sí y el otro también.

Poner su cara para vender sartenes y su cacareada colaboración humanitaria ha sido la gota que ha colmado el vaso para que SAR sea centro del interés nacional. Este principado puede que sea la catapulta definitiva hasta para una no lejana beatificación, gracias a la bendición de un pueblo desquiciado, aburrido y sin horizonte.

La culpa no la tiene SAR; la tiene -la tenemos- la plebe que mantenemos tan patética monarquía. Espero que los milagritos tarden en llegar, porque si no, las rogativas están cerca. Por mucho menos, a algunos han querido subir a los olimpos.

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