En días de libros y dimisiones es cuando la mayoría de políticos están con el culo pegado a la pared, mirando de reojo y con la mosca detrás de la oreja porque resulta que la formación ficticia les está dejando con el culo al aire. Acostumbrados como estaban a hacer de su capa un sayo tocan tiempos de quitar las caretas porque no tienen más remedio, y porque los hechos les están definiendo. Han sido una casta diferente, han tenido derechos de todo tipo, y han querido ponerse una venda en los ojos y esconder la cabeza como avestruces para seguir en los mundos de yuppy. Cuando las cosas se tuercen, la verdad coge el camino que debe y las nuevas generaciones parecen más preparadas, sucede lo inevitable, que se quedan en paños menores y con la cara rota. Pero en vez de asumir sus miserias, reconocer errores o entonar el mea culpa, se dedican a tirar balones fuera, salir por la tajante y hacer lo posible por salpicar a los demás. Con caretas de las que nadie cree y con demasiadas posturitas indigeribles.

Con lo fácil que sería que los engaños y las traiciones se quedaran en las alforjas de los Judas de turno, o que lo de las mentiras piadosas fuera solo un verso de Sabina. El motivo: las enormes ganas de cualquier personaje público de aparentar lo que no es. El problema: que parece ser una enfermedad contagiosa, que inocula el virus más frecuente entre esta población de riesgo, el de la mentira. Virus que debe ser tratado de raíz para evitar la pandemia y pasar a los anales de la historia como la generación más infectada desde los comienzos de alguna que otra democracia. Hasta para dimitir forman el lío. Nada de claridad. Lo malo es que nos quedaríamos sin representantes públicos. Que deberían tramitarse tantas dimisiones que nos tendríamos que traer especímenes de Marte para regenerar el planeta.

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