HA vuelto a pasar. El belén monumental de Santo Domingo ha sufrido de nuevo la estupidez de algún imbécil que, a falta de otras cosas para divertirse, se dedicó -al parecer en Nochevieja- a arrancarle la mano a la figura de la virgen María y a destrozar las piernas del niño Jesús.

No, no ha robado nada (todo tiene, artísticamente hablando, muy poco valor en el belén) para llevárselo a su casa o malvenderlo. No. Sencillamente, el que sea, se ha dedicado a hacer el destrozo porque sí. Ni siquiera creo que el tonto del haba que haya hecho algo así tenga razones religiosas, éticas o políticas. Un descerebrado que se dedica a estropear algo que disfruta tanta gente (en especial los niños), no tiene en su dañado cerebro la menor capacidad de raciocinio. Quiero decir que no puede haber en su cabeza el menor hueco para hacer daño como respuesta a una convicción o a al odio sobre determinados iconos. Simple y llanamente rompe y hace el vándalo porque su inteligencia no da para más.

Hace algún tiempo ocurrió lo mismo, a sólo unos metros, con el adefesio colocado en honor a las hermandades de esta ciudad, ese pegote mamarrachento elevado a la enésima potencia, colocado ahí para cargarse la vista de Santo Domingo y herir la vista de quienes, como yo, pasamos por ahí a diario. Pues bien, a otro tonto no se le ocurrió mejor cosa que pintar el monumento con spray verde. Créanme, por muy espantoso que pueda parecerme el pegote, peor me parece que se ensucie el mobiliario urbano, por muy feo que sea.

Lo peor, además de que tales actos pueden herir la sensibilidad de muchos creyentes, es que en esta sociedad hecha añicos, de barra libre y cachondeo, en el más que hipotético caso de que los autores de estos actos sean descubiertos, lo más que les pasará será que los multen con una cantidad que ni siquiera abonarán por ser insolventes, menores o vaya usted a saber. Y así estamos, oiga, con las calles convertidas en un pifostio donde la estupidez sigue saliendo gratis total.