El desarrollo de la final de la Copa Libertadores, celebrada el pasado domingo en Madrid sin incidentes reseñables, demuestra que el fanatismo, la irracionalidad y la violencia pueden ser eficazmente atajados si existe la decidida voluntad política de mantener el orden público. Tenemos instrumentos legales y materiales suficientes como para evitar que las barras bravas del fútbol, esas organizaciones cuasi mafiosas que se alimentan de la connivencia de dirigentes sin escrúpulos, alteren la paz social, impongan su patológica locura y logren el triunfo de la animalidad.

Contrasta ese evidente éxito de nuestro país en el ámbito del deporte con el permanente fracaso con el que gestionamos el cáncer, ahora en el ámbito de las ideas, de nuestras propias barras bravas. No de otro modo -las similitudes son apabullantes- cabe calificar a los denominados Comités para la Defensa de la República, los CDR, verdaderos grupos ultras del nacionalismo catalán que se permiten cortar carreteras, amedrentar a cuantos no comparten su delirio y secuestrar, sin autoridad que les estorbe, la normalidad. Resulta lamentable la inoperancia con la que, de nuevo por espurios intereses partidistas y de coyuntura, los que dicen gobernarnos miran para otro lado, se refugian en supuestos laberintos normativos y acaban tolerando el imperio de la sinrazón y del matonismo.

No es, por desgracia, el único ejemplo. La ultraizquierda española, tan puritana en demasiadas cosas, tampoco duda a la hora de alentar a su particular barra brava. ¿Cómo entender, si no, que, ante unos resultados electorales inmaculadamente democráticos, se reclame y se excite la furia de las masas? Ese execrable recurso a la fuerza desatada en las calles atestigua una doble incapacidad: la de aceptar el criterio de la mayoría y la de saber perder sin caer en la tentación de romper la baraja.

Y es que -alguien lo ha afirmado en estos días- así como no nos andamos con miramientos para acabar de un plumazo con las barras bravas que vienen de fuera, nos cuesta un mundo actuar contra las que, a veces extrañamente disfrazadas de libertad, tenemos dentro. Hemos olvidado el valor de los límites, aquello que jamás puede ocurrir en una sociedad civilizada. No merece el poder quien, por acción u omisión, consiente derivas tan peligrosas. Medios, lo hemos comprobado, hay. Resta saber si también coraje, altura de miras, sentido del deber y lealtad sincera a las leyes.

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