El recientemente fallecido Sir Roger Scruton, con su porte indiscutiblemente aristocrático, su sólido pensamiento conservador y su elegante estilo literario, era de orígenes muy humildes. Y presumía siempre de ello, consciente de que así subrayaba su mérito y -todavía mucho más- exponía la virtualidad de cosas que le importaban mucho y a las que estaba agradecido. El poder de la inteligencia para transfigurarnos, la gracia de la belleza para mejorarnos y las sabias aperturas de la sociedad tradicional.

Había estudiado en una Grammar School, que eran colegios públicos (¡viva la educación pública!) que aspiraban a asemejarse a las más exigentes escuelas privadas en fondo y forma. De ahí ganó, gracias a sus magníficas calificaciones, una beca para Cambridge, la sobresaliente universidad de origen medieval. Su experiencia trae al recuerdo la que tuvo en Oxford Charles Ryder, el personaje de Retorno a Brideshead. De Cambridge, Scruton salió enamorado del país que le había apoyado; dispuesto a defender sus costumbres y leyes; y orgulloso de su propio esfuerzo y valía.

El caso Scruton ofrece unas sabias enseñanzas para que la derecha política se comprometa con la labor social a su modo, sin hacer seguidismo de la izquierda, pero sin desatenderse de los más desfavorecidos, lo que es injusto siempre y contraproducente en el fondo. Se trataría de dar becas, por supuesto, pero con un ojo puesto en el mérito personal y el otro en los centros a los que acudan sus becados, que habrían de gozar de un gran prestigio, una gran exigencia, una gran belleza y un gran amor a la verdad.

La izquierda, por inteligencia o por instinto o por inercia, infiere que eso no le interesa tanto. Prefiere dar unas becas generalistas, sin un particular afán de excelencia. No digo que ésas no cumplan una labor, pero se deben compaginar y acendrar con becas al modo Scruton. Éstas, como demuestra el mismo filósofo inglés, favorecen la seguridad en sí mismo del beneficiado, su amor por las instituciones y su compromiso con los valores que sostienen el viejo sistema universitario. Es posible entonces transformarse en un paladín al servicio de los principios perennes. Favorecer el acceso de los mejores a lo mejor puede resultar, en primera instancia, un tanto elitista, yo no lo niego, pero con el paso del tiempo los beneficiados somos todos. Una labor social primero de altura y, a la larga, de anchura.

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