Hace unos días -al igual que en otros lugares-, Benaocaz celebró su primera noche de velas. Este pueblo, al que siento mi segunda casa, es una de esas joyas que aún quedan por descubrir en esta provincia única. No hay puesta de sol por estos lares como la que se ve desde Benaocaz, balcón de la sierra, estallido de luz y paisaje singular. El sol se pone y deleita al acostarse en el horizonte de este rincón tan seductor. En Benaocaz, aunque no quieras, estás más cerca del cielo sin necesidad de asaltarlo. La noche de velas -recreada por la nueva corporación-, dio ocasión a esta pequeña comunidad de vivir una vigilia especial. La luz de sus farolas, aunque amarilla cálida, es artificial, inerte si la comparamos a la llama crepitante de la vela, discontinua, íntima, que envuelve al pueblo en un ambiente casi mágico, en un soñado viaje a través del tiempo, un tiempo a lo mejor más hostil y duro, pero más evocador. Fue como si sus rincones hubieran quedado suspendidos en una época remota pero a la vez actual, más romántica y abierta a los sentidos. La vida en los pueblos está minusvalorada por una especie urbanita que se cree más avanzada, pero mientras vuelves cada año y ves la misma higuera, los mismos valles, los senderos andados, la montaña invariable al paso de los años, a la vez que de forma irremediable cambia la ciudad con nuevas moles de ladrillos y remozados edificios que borran una historia centenaria, te das cuenta de que el pueblo permanece y la ciudad se va disolviendo en eso que hemos llamado progreso. La prisa huye de sus calles y el ruido de la ciudad queda ahogado en un tiempo que transcurre a su propio ritmo, lento, armonioso. En Benaocaz, adelantada a los tiempos que vienen, mandan ahora mujeres valientes, decididas a trabajar por mejorar este paraíso chico. Un paraíso que hay que conservar.

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