Gracias a José Antonio Montano, releí el otro día un poema de Wislawa Szymborska que conocía de sobra, porque soy un szymborskiano confeso, además de wislawófilo. Sin embargo, no lo había entendido en los 14 años que lo conozco (se tradujo en 2007) hasta verlo en el móvil por un pasillo de un supermercado mientras buscaba un lava-lavavajillas [sic].

El poema se titula "Ausencia" y reflexiona sobre las dos niñas distintas que hubiesen nacido si los padres de Wislawita (que estaría ausente) se hubiesen casado cada cual por su cuenta y riesgo. Describe las características suyas que sí tendría la hija de la madre, pero cuáles no; y lo mismo con la hija del padre. Quizá fuesen las dos al mismo colegio y a la misma clase -afirma en un momento de máxima tensión poética-, pero no hubiesen sido amigas ni habrían tenido ningún parentesco. Y ahí entendí el poema.

No iba tanto sobre el destino y la existencia, como parecía, sino secretamente sobre el matrimonio. Un hijo es un milagro en el que se encarnan, increíblemente, hasta los caracteres incompatibles de los padres. Que eso dijo Chesterton y lo ve cualquiera: si la incompatibilidad de caracteres fuese causa de divorcio, no quedaba un matrimonio sobre la faz de la tierra.

El por fin entendido poema me llevó a un aforismo de Ramón Eder (en Cafés de techos altos, Renacimiento, 2020), que dice: "Hay matrimonios que ya sólo se besan por los hijos". No es talmente mi caso, pero, en el margen de holgura que permite la emoción poética, me sentí retratado; y sin melancolía, con un gozo genético, travieso, pasional. De hecho, llevo casi diez años queriendo colocar una imagen en un poema y no soy capaz de lo fuerte que es, pero que va por aquí: un hijo es -entre otras muchas cosas- un coito literalmente eterno, el amor de sus padres que ha tomado viva propia y cuerpo suyo y va por el mundo a su aire, disfrutándolo, entero para él como estrenándolo. No es tan raro, por tanto, que a esas temperaturas se fundan las personalidades insoldables ni que los mejores besos los padres se los den en sus niños.

Se ha abierto un vivísimo debate entre los más jóvenes, porque algunos se han quejado de una economía y unas ideologías que nos dejan tener hijos. Otros están encantados sin ellos. Yo, tan padrazo de los míos, casi no me atrevo a intervenir, porque, tras lo que acabo de contar, entenderán ustedes que tanto gozo me dé un poco de pudor.

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