Su propio afán

Enrique García Máiquez

Bronca, bronca...

AYER avisaba de que Pablo Iglesias se crece y de que nos espera una enconada campaña electoral de cuatro años que va a dejar en una broma estas dos encadenadas de ahora. ¡Y eso que mandé el artículo al periódico antes de ver el programa de Jordi Évole, que lo confirmó todo!

El debate entre Rivera e Iglesias fue una debacle. La causa aparente es que están más preocupados en dar golpes al rival, eso que llaman "zascas", que en exponer argumentos. Y el problema no son sólo los golpes, sino su calidad, basándose, más que en la inteligencia o en el ingenio, en la repetición manida, en subir el tono de la voz y en poner caritas, que podíamos llamar "emoticonos" de tanto como las exageran. Cada dos minutos, los contertulios, como boxeadores cansados, recurrían al clinching, esto es, a la técnica defensiva de abrazar al rival, que ralentiza y duerme el debate. Son los "y tú más", los "me indignas", los "contesta mi pregunta", los "¡demagogia!"…

Las recomendaciones al otro de que se tranquilice quedan particularmente enojosas. Ningún político le desea al rival nada bueno, así que, cada vez que le pide tranquilidad, lo hace para acusarle de nerviosismo y mala educación. Es tan obvio y lo repiten tanto que, si ese truco funcionó alguna vez, ha caducado.

Esa es la causa aparente. Hay otra de fondo que desfonda los debates. No hablan entre ellos, ni tampoco al mismo público. Cada político se dirige a sus partidarios o, si prefieren que sea más preciso y mercadotécnico, a su target. Por eso, oímos varios discursos interferidos, como de micrófonos acoplados.

Lo que explica, además, la ventaja competitiva que tiene Iglesias frente a Rivera, que debería llamarse Riberas. Porque, mientras que Iglesias habla a su parroquia, que le tiene la fe del carbonero, Rivera ha de pescar en dos orillas contrarias, la del votante del PP y la del votante del PSOE, además de dejarse un margen hondo a la ambigüedad para sus pactos futuros. No me extraña que sude más y titubee y se pierda. Fue asombroso que no recogiera el cable que le había echado Évole sacando a colación a Kichi y su apoyo a las fragatas de Arabia Saudí, pero ya iba ciego. El denominador común de todos sus posibles votantes (dejando aparte el anti-marianismo, al que dedicaremos otro artículo) es el anti-pablismo, y, por eso, se obceca. Lo malo para él es que el pablismo se crece en el castigo. Nos esperan tiempos muy enredados.

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