Relatos de verano

Jorge Duarte

Buenos días, Cantinflas (III)

Resumen de lo publicado: Un señor sube al primer taxi de una parada. Da cordialmente al taxista, al que sus compañeros apodan Cantinflas, los buenos días, pero éste no le devuelve el saludo. El cliente le recrimina, de buenos modos, no haber sido saludado. Tras discutir unos minutos sobre el particular, el protagonista se baja y toma el siguiente taxi. Para su sorpresa, tampoco su conductor lo saluda. Además, se niega a llevarlo porque no es el primero de la parada, por lo que vuelve al taxi de Cantinflas, que no había detenido el taxímetro.

VUELVE otra vez a la carga con la misma cantinela? -respondió, manifiestamente ofendido-. Le aseguro que no voy a volver a entrarle al trapo. Ya me da igual que sea sordo, un bromista o un trastornado. Nadie pone en tela de juicio…

-¿Sabe? -le corté, rendido mentalmente-. Le diré lo que pasa: llevo toda la mañana intentando que alguien me dé los jodidos buenos días sin conseguirlo -perdí la mirada en el infinito y continué hablando mientras meditaba sobre el particular, como si pensara en voz alta-. Hoy no me ha dicho "buenos días" el portero de mi casa, cuando lo hace a diario; tampoco el panadero; ni Manolito, el dueño del quiosco de prensa, a pesar de ser un señor muy cordial y correcto; ni, por supuesto, usted. Sin embargo, yo os he obsequiado con un cortés saludo a cada uno de ustedes. Me pregunto por qué extraña razón hoy nadie pronuncia estas dos palabras en mi presencia. ¿Se trata, simplemente, de una conjunción de casualidades? Por más que intento desentrañar este singular misterio, no logro dar con una explicación medianamente plausible. Si hallara una relación, por exigua que fuera, entre todos los que me habéis ninguneado con vuestra manifiesta falta de educación y de urbanidad, colegiría que se ha urdido una confabulación en mi contra, con el propósito, se me ocurre, de gastarme una broma pesada, quizá organizada por un programa de televisión, ya sabe, de esos de cámara oculta.

Y lo peor de todo, o lo más grave, es que este despropósito me está afectando sobremanera, pues a cada segundo que transcurre siento más avidez por que alguien me dé los buenos días. Tal es mi angustia, que vendería mi alma al diablo a cambio de escuchar este simple y cotidiano saludo de cualquiera de mis semejantes.

-¡Por los clavos de Cristo! -exclamó el taxista, echándose las manos a la cabeza-. ¿Pero de qué psiquiátrico se ha escapado? ¡Menuda brasa me está dando con los saluditos! ¿Es usted filósofo o qué? Ahora comprendo…

-¡Ya basta, Cantinflas! -estallé de cólera-. Estoy más que harto de su palabrería y de sus rodeos absurdos. Pero a esto le pongo yo fin por la leche que mamé -saqué un billete de cincuenta euros de la cartera y lo aproximé a su cara, a un centímetro de la punta de su nariz-. Diga "buenos días" y este billetito es para usted. ¡Vamos, Cantinflas, a qué espera! -grité, fuera de mí.

-¿Me toma por un mono de circo? -preguntó, estupefacto-. Óigame bien, señor: el hecho de que no pertenezca a su clase o de que sea más o menos inculto, no quiere decir que no tenga dignidad. Y encima se permite llamarme Cantinflas, como si eso fuera a arreglarlo -se tomó unos segundos para meditar sus siguientes palabras, y añadió-: ¿sabe lo que le digo? Que por menos de cien euros no bailo en lo alto de la peana -y apartó con desprecio la mano que sostenía el billete.

-¿En lo alto de la peana? -repetí, anonadado-. Oiga, nadie le ha pedido que baile en lo alto de nada. Además… ¿qué clase de expresión es esa?

-Bueno, me la acabo de inventar. ¿No le parece ingeniosa? -preguntó, con cierta presunción-. No es por nada, pero le recuerdo que el taxímetro esta corriendo desde que se montó la primera vez. Su afán por enseñarme buenos modales es de agradecer, pero le está costando un dinerito, oiga, cuarenta y tres con treinta concretamente -miraba el taxímetro con la cara iluminada, como la de un enamorado.

-Está bien, Cantinflas, usted gana, tome cien euros -dije, mientras estrujaba dos billetes de cincuenta y lo arrojaba con desdén al asiento del copiloto-. Ya puede empezar a saludar, triste. ¡Y bien alto, que se entere todo el barrio! -grité a su oreja.

-No insista -respondió, inflexible-. Por menos de doscientos no hay nada que hacer.

-¡¿Cómo que no insista…?! Pero… si antes dijo… cien… Esto es increíble. Ahora sí que estoy seguro de estar soñando.

-Le dije que por cien bailo en lo alto de una mesa de camilla. Para saludar necesito, como mínimo, doscientos machacantes, más la propina, por supuesto. Y a la próxima vez que me llame Cantinflas, no abro la boca ni por todo el oro del mundo.

-¿Mesa de camilla? -pregunté con la vista perdida en el infinito y boquiabierto-. Acaba de decir… peana… -balbuceé.

-¿Qué es eso de peana? -preguntó extrañado.

-¡Usted se está riendo de mí y no lo voy a consentir! -respondí, pasando del desconcierto a la indignación-. ¿No será esto un programa de cámara oculta? -me puse a escrutar cada rincón del habitáculo, empezando por el techo.

-A lo largo de mi vida profesional -comentó, sin quitarme la vista de encima con expresión pasmada- he montado ahí detrás todo tipo de clientes: locos, peligrosos, excéntricos… que han dejado su huella en mayor o menor grado. Pues bien, le aseguro que usted va por el camino de batir todos los récords.

-Lo tomaré como un elogio -respondí, tendido sobre el sillón, palpando el suelo por debajo del asiento del copiloto en busca de cámaras, micros o yo qué sé.

En ese momento, un señor maduro y de porte elegante se asomó a la ventanilla del taxista y preguntó:

-Disculpe, ¿está libre?

-Está ocupado -contestó Cantinflas con sequedad-. Coja el segundo.

Me incorporé a toda prisa. Tuve la lucidez de probar suerte con aquel hombre, al que no conocía absolutamente de nada y cuya intervención en escena era de todo punto fortuita, es decir, que no podía haber sido prevista por nadie.

Usando un tono afable y cortés, llamé su atención:

-Buenos días, le quería hacer una pregunta.

-Dígame -dijo, quitándose las gafas de sol y mirándome a la cara con interés.

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