Relatos de verano

Jorge Duarte

Buenos días, Cantinflas (II)

 ADVERTÍ que por mi mejilla izquierda corrían débiles hilillos de sangre proveniente del oído reventado. Sentía intensos mareos, que se hacían insoportables cada vez que cerraba los ojos. 

Cuando el dolor y el vahído empezaron a remitir, pude articular, con cierta dificultad y casi en susurros, las primeras palabras, dirigidas, por supuesto, al causante de aquella tortura acústica.

–Si no le importa, me bajo. Ya le adelanto que se ha metido en un buen lío. Es más que probable que en los próximos días le llegue una denuncia por lesiones –introduje los dedos índices de ambas manos en mis oídos para intentar atenuar el persistente pitido que retumbaba bajo mi cráneo. 

–¿Por saludarle cortésmente? –respondió con sorna–. Dudo que lo tomen en serio. 

Me apeé del taxi con gran esfuerzo, casi a rastras, pues seguía sumamente descompuesto. Como único gesto de enojo di un monumental portazo.

En estas lamentables condiciones, dirigí mis pasos hacia el segundo taxi de la parada. Daba bandazos como un borracho recién bajado de la montaña rusa, y a cada instante me detenía para vomitar. Tenía media cara y parte de la camisa teñidas de sangre, y balbuceaba como un zombi con la boca llena de polvorones. Encogido de dolor y a punto de desfallecer, me introduje en la parte de atrás del taxi, y, semiinconsciente, me desplomé, boca abajo, sobre el sillón. 

El taxista estaba sentado al volante. Al verme tan perjudicado no me dirigió la palabra, ni siquiera se volvió. Se limitó a poner en marcha el taxímetro y continuó leyendo el periódico como si con él no fuera la cosa. 

Después de unos minutos, me sentí lo suficientemente restablecido como para incorporarme y saludar:

–Buenos días, señor.

–¿Ya se ha despertado? Parece que se ha divertido a lo grande esta noche. ¡Quién pudiera!

–Disculpe, pero he dicho “buenos días”. ¿No le sugiere nada el hecho de que le haya saludado?

–Oh, sí, por supuesto. Buenos… –el tipo empezó a toser de repente, mientras ponía la palma de su mano frente a mi cara, imponiendo la suspensión de la plática–. Lo siento –prosiguió diciendo cuando dejó de toser, pero tiene que coger el primer taxi de la parada. Acabo de darme cuenta de que no soy el primero. Si no le importa, págueme lo que marca el taxímetro. No lo hubiera puesto si…

–¿Y lo del saludo? ¡Se ha quedado a la mitad, oiga!

–¿De qué mitad habla, de la carrera? –preguntó, con expresión confusa.

–Pues no, hablo de… Da igual, olvídelo. ¿Le importaría llevarme usted a mi destino? Le estaría muy agradecido, aparte de ganarse una generosa propina, claro está.

–Mientras haya un taxi delante del mío, no puedo hacer nada, amigo. Además, estoy viendo que el primero es el de Cantin-flas. No quiero jaleos con él, es muy tiquismiquis cuando se trata de aplicar las normas. 

–¿Le llaman Cantinflas? –pregunté, sorprendido.

–Son cuatro con veinte – repuso por toda respuesta.

Me bajé del coche. Le tendí un billete de cinco euros a través de la ventanilla y, sin esperar a que me diera la vuelta, me largué.

Decidí tomar de nuevo el taxi del tal Cantinflas y concederle una nueva oportunidad. En definitiva, me sentía bastante recuperado: apenas sentía dolor o mareos y había dejado de sangrar por el oído. 

El taxista silbaba, aparentemente contento, sentado en su puesto. Me subí a la parte trasera y lo saludé con naturalidad, como si fuera la primera vez que nos veíamos. 

–Buenos días, señor. Qué mañana tan maravillosa, ¿no cree? 

–Y que usted lo diga. ¿Dónde le llevo?

–Ehhh…, vamos a ver… Buenos días por la mañana, señor.

–Menudo calor hace ya –comentó, como si no me hubiera oído–. ¡Y aún no son ni las doce! ¿Dónde ha dicho que quiere ir?

–A la calle de los Buenos Días. ¿Le suena el nombrecito de algo?

–¡¿Usted otra vez?! –exclamó, tras darse la vuelta y mirarme con los ojos salidos de sus órbitas–. Ahora mismo iba a llamar a la policía. Sepa que el taxímetro no ha dejado de correr desde que me dejó plantado. Si no llega a volver…

–Ya veo que me ha echado de menos, Cantinflas –enfaticé adrede el mote, para cabrearlo.

–¡¿Cómo me ha llamado?! –preguntó, estupefacto, saliéndole un gallo de la garganta.

–Su compañero me ha dicho que se llama así.

–Haga el favor de no volver a llamarme Cantinflas –dijo, atufado–. Mi nombre es Primitivo Bonifacio. Mi abuelo paterno –empezó a decir con gravedad– se llamaba Primitivo, y por parte de madre, Bonifacio. Mi padre siempre me decía: “No permitas que te llamen sólo Bonifacio o Primitivo, y mucho menos abreviaturas o motes ridículos. Tu nombre es Primitivo Bonifacio. Lleva ese nombre con la cabeza muy alta”. 

–Entonces… lo de Cantin-flas…

–Mis colegas son muy dados a poner motes a la primera de cambio. Y todo porque un día se me rompió la hebilla del cinturón. Los pantalones se me caían continuamente y mostraba los calzoncillos a la vista de todos. Los muy cerdos se despacharon a gusto con sus bromas. A uno de ellos, todavía no sé a quién, se le ocurrió apodarme Cantinflas. Desde entonces, no hay manera de quitarles de la cabeza ese horrible mote. Detesto que me llamen así. Los cogería a todos por el cuello y… –hizo un gesto de estrangular con ambas manos a un ser imaginario. 

–Le entiendo perfectamente, el nombre de uno es sagrado. Verá, Primitivo Bonifacio, igual que a usted le gusta que le llamen por su nombre, a mí me agrada que me saluden. ¿Lo entiende, amigo? Todo lo que le pido es que me dé los buenos días y salgamos de aquí. Muchas gracias por adelantado, señor Primitivo Bonifacio. Por cierto, cada vez me gusta más su nombre. Tiene un no sé qué… 

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