EL otro día, camino de Algeciras, un grupo de buitres sobrevolaba en círculo el horizonte. Conforme me iba acercando a ellos en el coche, los veía cada vez más próximos al suelo. Al llegar a su altura, paré. Una res muerta yacía en el terreno, y las aves se peleaban entre sí para obtener su parte del codiciado botín.

Paseando en estos días por el centro de la ciudad he visto con asombro cómo han proliferado los negocios dedicados a la compra de oro. Incluso un señor-sándwich, un tipo emparedado con carteles de esos que Gallardón quería prohibir en Madrid, reparte propaganda a diario junto al Gallo Azul. La aparición de esta clase de negocios es la prueba irrefutable de que la crisis no sólo se circunscribe al ámbito financiero o bursátil, sino que también ha llegado ya de modo directo a las familias.

Al pasar junto a una de estas tiendas, dos señoras desliaban cuidadosamente un pañuelo en cuyo interior había unas joyas. Aquella escena me recordó el origen de las Cajas de Ahorros, allá en el siglo pasado, cuando las personas necesitadas acudían a los Montes de Piedad a empeñar objetos de valor para sobrevivir, con la esperanza de poder recuperarlos algún día.

Las épocas de crisis son propicias para que los listos saquen tajada de la situación. Las etapas de necesidad generan carroñeros, nuevos ricos. Cuando una familia recurre a un negocio de este tipo lo hace para desprenderse de un objeto que, al margen de su valía económica, tiene un importante valor sentimental: se trata de algo ligado a una parte esencial de sus vidas. Nada hay que objetar desde el punto de vista legal. La ilicitud de estos negocios es esencialmente moral: en cuestión de segundos la balanza de precisión indica el valor material de las joyas. Lo que nunca podrá medir es el costo sentimental de lo que se vende, es decir, la parte del corazón que las personas necesitadas dejan en la operación.

Lo único que realmente tenemos, aquello que verdaderamente tiene valor, son los recuerdos. La vida no es más que una sucesión infinita de evocaciones, de instantes mágicos que, a través de determinados objetos, guardamos en la memoria y en el corazón para convertirlos en testigos vivos de nuestra existencia. Existimos porque tenemos pasado. Si nos faltan las huellas de lo que fuimos, estamos huérfanos de vida. Traficar con la necesidad, aun siendo legal, es un delito de lesa humanidad: se trata, ni más ni menos, de robar los recuerdos, de asesinar los sentimientos de las gentes, de humillar a quienes, por unos billetes necesarios para pagar la luz o el agua, se ven obligados a borrar de un plumazo un trozo de su pasado.

Por eso, en estos días no he dejado de pensar en los buitres que vi en la Ruta del Toro: como las aves carroñeras sobrevolaban la muerte para hallar en ella su fácil alimento, este tipo de negocios merodea a la espera de que la necesidad o la asfixia lleven a sus presas ante el inevitable final. Junto a los objetos que se venden, se entrega también una parte de la existencia. Y nada hay más sagrado en la vida que proteger el pasado.

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