EN este universo de pobrezas, de mediocridades, de pocos estados de lucidez y espantosos gestos absurdos y horteras, existían algunos ritos, en Semana Santa y en el toreo, sobre todo, que marcaban las rutas del buen gusto y de la sensibilidad que caracteriza los actos sublimes. En el transcurrir de los días santos cada vez es más habitual, penoso y hasta hiriente, ver cofradías en sus manifestaciones públicas – también en las que se dan en sus cultos internos – con actuaciones que rozan lo patético, con gestos estéticos poco dignos o desenlaces que atentan con el excelso rigor que siempre caracterizó la realidad de estas corporaciones religiosas. En el mismo sentido, las corridas de toros han sido – fueron – islas donde el patrimonio de la pureza y el orden de la exquisitez era habitual moneda de cambio.

Sin embargo, el otro día, en la Maestranza, sacrosanta sede de lo excelso, de la pureza… y donde se veneraba el rigor de lo tradicional, se vivió un espantoso discurrir de burdas sinrazones que atentaban contra la magnificencia de lo bello y del buen hacer. Un torero, dicen que máxima figura, elevado a lo alto del olimpo taurómaco por ciertas hazañas, más del gusto tremendista de los pocos exigentes que del sabio paladar de lo que se siente como ortodoxia, dio una lección disparatada de lo que es la espuria exuberancia de lo que nunca ha debido ser. Se dirigió a la Plaza andando, saludando a la gente y autoaclamándose héroe sin causa, presentó un horrible e inmenso capote de color azul chillón, no dio con él un pase bueno, andaba con la muleta al hombro y puso en práctica una suerte de matar que más parecía que se disponía a realizar un salto de pértiga olímpica.

Y lo rocambolesco, absurdo, imperdonable, vergonzante… fue invitar a saltar al ruedo para brindarle un toro a un futbolista al que, también, la filosofía de lo fácil y de la esquiva gracia, ha santificado y puesto de moda. Aunque este sólo tuvo la culpa de prestarse a ello, la insensatez y lo que no debe ser impuso su despiadada ley. Para olvidar.

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