Tierra de NADIE

Alberto Núñez Seoane

Caballo de Troya

Homero nos contó con maestría en ‘La Ilíada’ lo que puede llegar a suceder cuando las pasiones del hombre, bajas o altas, se desatan. Después, en ‘La Odisea’, relata lo que sucedió en Troya tras la muerte de Héctor a manos de Aquiles. El ardid que desencadena el fin de los diez años de guerra que le costó a Agamenón y a sus ejércitos rendir la ciudad de Troya, fue una trampa que, sirviéndose de la vanidad de los que se pensaron vencedores, provocó su derrota.

Los espartanos hicieron creer a las huestes de Príamo, sitiadas en su amurallada ciudad, que se retiraban del combate. Sólo dejaron, en lo que había sido su campamento, un enorme caballo de madera que los troyanos interpretaron como un tributo de los ‘derrotados’ en reconocimiento hacia ellos, los ‘vencedores’. Ya saben lo que pasó luego, cuando los guerreros del fallecido Héctor introdujeron el descomunal caballo en la ciudad, dejándolo en su interior durante la noche para celebrar al día siguiente la victoria que creían haber logrado.

Pues aquí, treinta y cuatro siglos -unos 3.400 años- después de la fecha en la que Homero situó los hechos que narró en ‘La Ilíada’, estamos en las mismas. Parapetados tras unas murallas que pensamos indestructibles, vemos las batallas en las que otros luchan, entre la vida de cada día y nuestras defensas; nos sentimos a salvo: tras muchos años de Historia estamos donde estamos y nadie va a destruir todo esto…

La guerra de Troya duró diez años, los espartanos no conseguían, a pesar de Aquiles, entrar en la ciudad; pero en los 51 días que se relatan en la obra de Homero, todo acabó, y no lo hizo como esperaban, y llegaron a celebrar, los finalmente derrotados.

Estamos dentro de nuestra ‘fortaleza’ y tenemos ‘guerreros’ que nos defienden de los invasores. Pero cuando los invasores son los que están dentro de nuestras murallas, la lucha contra ellos está perdida: están aquí y ya no tenemos muros con los que detener sus letales ataques ni guerreros capaces de hacerles frente.

Nuestro particular ‘caballo de Troya’ está en la Carrera de S. Jerónimo, en el madrileño barrio de Las Cortes, el corazón de la que presumimos nuestra inexpugnable fortaleza, el lugar desde el que se hace posible la garantía de nuestros derechos, se promulgan las leyes que nos protegen y se hace lo necesario para que nadie nos quite la libertad. Hasta allí lo llevaron, unos, convencidos de que se trataba del símbolo de la victoria contra los enemigos del bienestar, el futuro y la democracia; otros, no tan seguros, pero esperanzados; algunos, los menos, reticentes. A los que no lo empujamos hasta donde ahora está, a los que no nos creímos que un enemigo que peleó por ‘diez años’ se retirase sin más, a los que no quisimos franquearle las puertas e insinuamos la posibilidad del engaño y lo conveniente de la prudencia; a estos, nosotros, se nos apartó y tachó de liberticidas.

Si la solución del problema está en manos de los que son el problema, es obvio que el problema no tiene solución; no, en tanto no cambie la circunstancia que permite ese estado de cosas, y, entonces, como dijo el maestro: “salvándola a ella –a la circunstancia-, nos salvemos a nosotros”.

El Gobierno que se sienta en la bancada azul del Congreso de los Diputados, con algunas excepciones que no hacen sino confirmar la regla, es nuestro caballo de Troya. Ya se han abierto las puertas que cerraban su vientre para permitir que, desde su interior, vaya saliendo todo un ejército que acabará con todo y con todos los que le han permitido llegar hasta donde ya no podrán pararlos, hordas en las que forman la interminable lista de altos cargos, ineptos, colocados a capricho, ‘altísimos’ e incapaces responsables de las más altas instituciones del país elegidos a dedo, cohortes de monosabios, espantapájaros, monigotes y pisaprados que sólo servirán a los intereses de ‘su señor’…

Cuando el alba llegue, cuando despertemos, algunos aún eufóricos para celebrar la ‘victoria’; ellos estarán en sus puestos, preparados, listos para arrasar cualquier intento por evitar lo inevitable. A nosotros nos quedará llorar la ‘muerte’ de lo que nos quitaron, lamentar los errores que hicieron posible lo que sucedió, o ‘morir’ por lo que no supimos defender. Con el tiempo, alguien narrará esta otra tragedia.

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