La tribuna

Rafael Rodríguez Prieto

Cadenas y política

VIVAN las cadenas!, gritaban alborozados los partidarios del absolutismo mientras desenganchaban los caballos de la carroza en la que iba el nefasto Fernando VII. Los más serviles no desperdiciaron la ocasión para sustituir a los équidos como "animales" de tiro. El resto de la historia ya la conocemos. España perdió la gran posibilidad histórica que significó la Constitución de 1812. Desgraciadamente las cadenas están firmemente enquistadas en el imaginario hispánico.

La cadena por la independencia de Cataluña no es más que otra manifestación de este gusto servil y liberticida. Poco importa que antaño fuera para congratularse con una casta de reyezuelos y hoy con un grupo de familias que durante generaciones han mantenido el poder económico. Son los mismos que en el franquismo y en la democracia no cejaban en mirar por encima del hombro al trabajador con un ademán más propio de "cómo está el servicio" que de una ciudadanía europea y civilizada. Lastimosamente, aquellos que debían haber velado por fortalecer las instituciones cedieron sus resortes -unos acomplejados y otros por mero cálculo electoral- a los que no hacían otra cosa que potenciar el clientelismo y quejarse. La educación fue el bastión desde el que adoctrinar a generaciones en ideales que reforzaban su hegemonía. Todo ello propiciado por un estado autonómico que no ha dejado de alentar oligarquías arribistas y chiringuitos mediocres. Y en eso llegó la burbuja y los recortes.

Este trasiego de declaraciones altisonantes, cuando no abiertamente racistas -"la España subvencionada vive a costa de la Cataluña productiva"-, recuerda a otras frases con las que nacionalistas del pasado justificaban la destrucción del débil para garantizar la supervivencia del fuerte. Me continúa asombrado la querencia de ciertos líderes por uniformar al personal. El casticismo español se reinventa: de la camisa azul bordada en rojo ayer a la amarilla confeccionada con mano de obra barata en Marruecos. Se presume que Picardo oficiará como pontífice máximo en la Diada de la cadena. Cualquier persona o institución que humille al resto de los españoles es bienvenida. Al fin y al cabo son el servicio. Por eso no deja de estremecerme ver a los pescadores de La Línea, hartos de ofensas y vejaciones, con la bandera española junto a sus curtidos brazos haciendo frente a las patrulleras del peñón.

Recuerdo entonces a tantos jóvenes guardia civiles andaluces muertos en el País Vasco y a tantas víctimas del terrorismo humilladas y sacadas por la puerta de atrás para que no molestaran. Dejaron sus pueblos meridionales, ahogados por el caciquismo ibérico, para ganarse unos pocos cuartos en el norte. Sus oprimidos verdugos los miraban por encima del hombro con el poderío que otorga una faltriquera bien repleta. Recuerdo sus sentidas y modestas manifestaciones con esa misma bandera roja y gualda; las víctimas fueron las primeras en sacarla a las calles de un país que la estigmatizó. Cualquier bandera valía, excepto la que nos representaba a todos. Era algo propio de fachas hasta que el Mundial nos la devolvió.

Uno no se emociona con himnos. Agradezco que el español no tenga ninguna de esas letras engoladas y con las que se trata de ocultar las desigualdades que el nacionalismo ha siempre alimentado. Coincido con Serrat en preferir los caminos a las fronteras y me considero partidario del caldo espeso sobre cualquier veleidad patriótica. Pero no tengo más remedio que identificarme con esa bandera roja y gualda que no es la franquista, sino la de Carlos III; la bandera de los humillados y ofendidos, que diría Dostoyevski. La enseña de aquellos que, a pesar de haber tenido dirigentes infames, han aguantado carros y carretones hasta conquistar un país con servicios públicos (sanitarios, de transporte, educativos o de pensiones) que ahora algunos pretenden regalar a los mismos de siempre.

¿Independencia de quién o de qué? ¿De las grandes corporaciones, de las institucionales globales empeñadas en favorecer a los más ricos en detrimento del 99%? Hay antiguallas que continúan siendo muy productivas para vivir del trabajo ajeno, mientras se alienta la fragmentación y la pelea entre hermanos. El artista romántico Théodore Géricault pintó en 1819 la Balsa de la Medusa como épica muestra de la incompetencia del gobierno francés. Nuestro parlamento me recuerda a algo peor cuando observo a diputados muy bien pagados cuyo único fin es la destrucción de su empleador. Debe ser duro para ellos recibir cada mes la soldada de la pérfida España ¿Quijotismo extremo o simple estupidez? Prefiero pensar que, una vez más, la berlanguiana España ha optado por representarse como un balsa, pero en la que sus tripulantes rompen el casco sin prisa ni pausa. No es la balsa de Medusa, sino el barco de los piratas de Asterix.

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