Canción de Navidad

Por un momento se vio de niño en su pueblo, con su gente, en aquel mundo tan suyo, cuando el tiempo no hacía ningún daño

Era, desde hacía tiempo, un objetor de estas fiestas que consideraba hipócritas y exageradas, una sucesión de luces y despilfarro para mayor gloria de tiendas y fabricantes, un culto al consumo en forma de escaparates lujosos, espectáculos sin alma, cursis mensajes sin fondo envueltos en grandes bolsas de colores. No podía entender a los que, todo el año quejándose por la bajada de los salarios y la degradación de la política, sin embargo ahora sí encontraban tiempo y dinero para echarse a las calles atestadas de gente.

Una estafa social, repetía a los sufridos parroquianos del modesto bar que regentaba, eso es lo que es la Navidad. Una sarta de mentiras envueltas en papel celofán, un tiempo en el que nos obligan a ser feliz por narices, un cínico trampantojo. ¿Pues no que al negrito del barrio que hacía de paje en un centro comercial le han dejado a deber medio sueldo de miseria? Paz y esperanza, repiten tan contentos y sonrientes. Que se lo pregunten al que viene en la patera, al que busca refugio huyendo de la tragedia, o al enésimo que acaba de perder el empleo por culpa de un ERE salvaje.

En esas estaba, cuando frente a su negocio se instalaron unos pocos chavales armados sólo con gorros, panderetas y no más de cuatro guitarras, y empezaron a improvisar unos cuantos villancicos. Un corro de gente rodeó a los muchachos, y la calle quedó convertida de repente en un pequeño concierto navideño. Al principio estuvo por llamarles la atención y avisar a la Policía, pero las cálidas melodías que venían de aquellas voces juveniles activaron en su cerebro una sensación olvidada, placentera, casi hipnotizante. Por un momento se vio de niño en su pueblo, con su gente, en aquel mundo que era tan suyo, cuando el tiempo no hacía ningún daño y la vida olía a vino, hogar y lumbre.

Casi no se dio cuenta cuando un chiquillo le acercó una hucha pidiendo una limosna, pues lo que sacaban estos campanilleros iba destinado, al parecer, a la reforma de un asilo viejo. Sin mirarlo, del bote cogió presuroso dos monedas y se las dio refunfuñando con aire desdeñoso. Acabó la función, se disolvió el corro y se perdieron los muchachos en la lejanía, y el hombre se ocultó silencioso en la oscuridad de la trastienda. Nunca lo reconoció, pero un cliente que vio la escena contó que el juraría que aquella tarde fría de diciembre vio rodar unas lágrimas por la cara del tabernero.

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