Desde hace tiempo Jerez es lugar de encuentro y desencuentro. No hay mes, o mejor dicho, quincena, que no haya celebración de algún signo. Eso redunda en el buen clima que se advierte por los rincones, en el alto porcentaje de ocupación hotelera y en el renombre en los medios de comunicación. Pero, ante tanto dinamismo social de jarana, se contrapone un sabor agridulce por la falta de resultados en lo que se puede considerar una nula consecuencia positiva sobre la economía de las familias de una ciudad marcada por el paro, la falta de iniciativa industrial y la pobre imagen que se tienen de ella allá de nuestras fronteras. Los conciudadanos son los primeros sacrificados. Los caballos con orejeras comiendo en pesebres.

Se puede ser artista, hecho más que contrastado, porque de esos está lleno el mundo del jerezanismo. Se puede ser profeta en su tierra a pesar del chovinismo imperante en muchos círculos. Se puede llegar a ser culto, elegante y refinado, aun teniendo que sortear más de una zancadilla. Pero lo que no se puede es ser ciego con las raíces. Las de la cepa, la tierra albariza y las crines enraizadas en el pelo cartujano de piel equina. Si no se es empresario hostelero, amigo de los tabancos o simpatizantes de las barras de los bares, no se es nada. Hasta la wikipedia habla entre líneas, como ejemplo de ciudad sin ley y sin futuro, la de estar siempre echados para adelante y donde los reclamos son la gran cantidad de saraos improvisados que brotan por doquier. Mucho más en época de zambombas con denominación de origen capaces de aglutinar en una candela y una pandereta la esencia de la fiesta y la alegría. Una forma diferente de ahogar las penas para que así los espectadores de la tragedia se crean actores de la comedia por un día, por una noche o casi por años. Porque hablar de lustros de fines de fiestas interminables sería muy exagerado. O no.

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