Conocí a Carmen Martínez en los primeros años de este siglo, cuando lideraba la movilización vecinal de La Barca de la Florida para la construcción de un instituto de enseñanza secundaria, que, por cierto, además de construirse, se constituyó, con los años, en un centro muy destacado por sus iniciativas educativas, algunas de ellas reconocidas con premios diversos. De ella me llamó la atención su fuerte personalidad y determinación de carácter, además de su claridad de ideas, eso que llaman carisma. Tras la inauguración del instituto, la vi con intermitencia durante un tiempo hasta que digamos que «aterrizó» en la política municipal como concejal en uno de los gobiernos de Pilar Sánchez. No me extrañó que la fichasen y se la trajeran a Jerez. Cualquier político le podría ver cualidades para realizar un proyecto. Otra cosa es que, lejos de su sitio natural e inmediato, fuera a encontrar ella el medio donde desarrollar su potencial. Años después, seguí con preocupación e interés el juicio de las actuaciones por las que finalmente terminó condenada. Convencido como estaba -y estoy- de su honestidad, me costaba verla envuelta en un asunto que siempre pintó feo. Como amigo, confieso que sufrí cuando, durante el desarrollo de las sesiones, la vi pillada entre las fuerzas que esquivaban la culpabilidad propia para verterla allá donde pillara. Las estrategias procesales de defensa serán siempre legítimas, pero, inevitablemente, revelan la condición de las personas. Aquella penitencia suya vino desgraciadamente a coincidir con el diagnóstico de una grave enfermedad. Ambas cosas han debido de llevar al límite la capacidad de resistencia de una persona que considero fuerte. La condena que Maricarmen recibió la ha llevado recientemente a la cárcel. Me pueden faltar elementos de juicio, pero no para pensar que, en pocas veces como en esta, se muestra tan palmaria la esterilidad del ingreso de una persona en prisión.

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