CÓMO olvidar la primera vez que alguien de la redacción del Diario me pidió que acompañara a Juan de la Plata a La Fiesta de Bulería, para realizar una pequeña crónica de ambiente en el coso de la calle Circo. La pieza no contemplaba más de 50 líneas y la ilustraba una foto de Miguel Ángel. Durante el funeral, ayer, en Santa Ana, ambos lo recordamos como si el tiempo se hubiese detenido. Solíamos aprovechar el descanso, justo cuando el personal abría la nevera y se arremolinaba alrededor de los cartuchos de pescaíto, cuando la Bulería era la Bulería, para retratar juntos y desde un enfoque distinto la otra fiesta, la fiesta de verdad, la que se vivía entre el público en los tendidos y sobre el albero, cuando no había tantas señales de prohibido en la entrada de la plaza de toros. La crítica a doble página corría por cuenta de Juan y la firmaba bajo el mismo patrón tradicional junto al escenario. Su estampa acompañado por una copa de jerez y su papelón de chocos, cuando tocaba  hacer un alto en el camino para repostar hasta que llegara el lechero, como prometía Sordera, era todo un clásico. 

 

Juan solía añadir una cucharadita de azúcar a cada una de sus generosas descripciones que al día siguiente se desayunaban en todos los bares y hogares jerezanos que tuviesen un poquito de compás. Sin duda, conocía mejor que nadie el cante y también oficio.  A ver quién se atrevía entonces, por cierto, a sostener que alguno de aquellos fenómenos irrepetibles se había salido de compás. No pocas veces, cuando el respaldo al crítico era totalmente inexistente, le amenazaron los que se las daban de artistas, los pobres de espíritu. Pero Juan, que nunca se encogió, siempre estuvo avalado por su profundo conocimiento del cante y porque a la vez mantuvo un respeto colosal a todo el que se subía a las tablas. A decir verdad, era lo más inteligente por su parte, ya que tampoco le gustaba causar un daño gratuito y casi irreparable, algo que hoy se suele pasar por alto con demasiada alegría.  

 

Durante sus primeros años como crítico, los periodistas que se ocupaban de sacar al flamenco de los cuartos para situarlo frente a la opinión pública eran auténticos ibis eremita. Se contaban con los dedos de una mano incluso en la ciudad de La Paquera y Tío Borrico, de Sernita, de Sordera y de Terremoto... Casi ná. La edad de oro del cante jerezano no conoció a tantos entendidos y expertos flamencólogos como hoy por fortuna afloran. Entre los más jóvenes y osados, algunos quieren saber más que los artistas y se atreven a cantar en su presencia o, algo peor, a bailar, cuando alternan con ellos. Juan siempre mantuvo una saludable distancia. 

 

Al De la Plata lo que le apasionaba era el cante. Y aunque apenas había un duro, a él le daba lo mismo. Era un lobo solitario que no se casaba con nadie, salvo con el arte jondo. Por ello no es de extrañar que cuando nació el Festival de Jerez -la muestra flamenca de baile más importante que existe en la actualidad- ahí estuvo Juan desde el primer día dispuesto a apoyar y afilando su lápiz desde la fila 16 del Villamarta. Lo acompañé en varias ediciones y lo primero que hizo fue instituir el Premio de la Crítica. No era hombre charlatán, y tampoco de dar consejos, pero en una ocasión, al salir del Villamarta y a propósito de una de mis primeras críticas en la que vine a decir que al bailaor había que jubilarlo cuanto antes, me sugirió que tuviese más tacto, entre risas: “Nos van a matar un día de estos”. 

 

Juan fue mucho más que la firma de referencia jonda para el Diario. Desde muy temprano, un hondo compromiso le empujó a situar el flamenco en un estadio superior y vaya si lo logró. Hoy es recordado porque parió la Fiesta de la Bulería y la Cátedra de Flamencología junto a un puñado de benditos locos. Y no existe distinción en el universo flamenco que los artistas hayan exhibido más, por lo general, que los premios nacionales que parieron entre todos estos cabales de ley. Con estos galardones no era tan políticamente correcto como con sus críticas, de ahí que los artistas señalados lo estimaran como un auténtico tesoro, que a la vez servía de pasaporte hacia el éxito y el trabajo garantizados. Eran los auténticos Oscar del arte jondo y no se admiten imitaciones. Junto a Ríos Ruiz y de la mano de Parrilla y Juan Pedro Aladro, también rescató del olvido la zambomba que hoy se ha convertido en la banda sonora de nuestra Navidad. Escribió un sinfín de libros y, si le hubiesen apoyado las instituciones en su día, la Feria Mundial del Flamenco ya habría cumplido en Jerez un par de décadas al menos. Pero a pesar del escaso interés que mostraron siempre los políticos por situar al flamenco donde le corresponde -salvo en la Feria, cuando acudían de gañote o en el cuarto-, nunca se rindió.  Recuerdo la última vez que presidió la entrega de los Premios Nacionales de la Cátedra en González Byass y ni el sonido funcionó. A pulmón, con el único compromiso de la bodega, paso a paso siempre apoyado en su bastón, cumplió una vez más con el ritual. Ya entonces a Juan se le notaba cansado y por fortuna una ración de sentido común llamó a su puerta. Al fin desde el Centro Andaluz de Flamenco le convencieron de que los fondos de la Cátedra tendrían que estar a buen recaudo en el futuro.  Hoy lo que le gustaría a Juan es precisamente que su legado no cayera en el olvido, de ahí que el primer reto de los aficionados a lo jondo y de las instituciones es garantizar el futuro de la Cátedra.

A Juan de la Plata los amigos de lo jondo, los jartibles, le han bautizado de mil formas, y quizá el ‘torrista’ hasta le agradaba. En su memoria reinaba Manuel Torre y, después, a una larga distancia, el resto. A él le dedicó su pena sonora en homenaje a su querida esposa Concha, sobrina del cantaor, y a él le debe gran parte de su afición, una afición que le convirtió en centinela de la memoria colectiva de una Jerez eterna.  Descanse en paz. 

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