HACE sólo un par de años lo advertía Battiato: "Vivimos tiempos de fuertes tentaciones". Y seguramente tal deriva se debe a la evidencia de que, tras la apostasía general de la especie respecto a aquellas virtudes que se le suponían, consagrado el rendimiento financiero como único horizonte posible entre ceja y ceja, al final resulta que la cosa no ha ido tan mal. En lo que llevamos de siglo Occidente ha perdido libertad, dignidad, intimidad, alegría, conocimiento, serenidad y música; lo que antaño eran ciudades ahora funcionan más bien como corrales de esclavos medianamente organizados; y sí, en fin, hay quien se quita la vida porque, culminados los desahucios y las exclusiones, ya no le queda otra cosa que perder; pero, con todo, vamos tirando, algunos privilegiados pueden permitirse ciertos caprichos y en junio volvió a crecer el empleo, aunque sea para no llegar a fin de mes. Así que igual tampoco merece mucho la pena probar a darle la vuelta a esto. Además, es cierto que la única cultura que hemos sido capaces de alumbrar nos ha salido yerma, muerta de miedo, amordazada, vigilada hasta las heces, pobrecita y, sobre todo, soberanamente aburrida. Pero, a cambio de todo lo que perdimos con tal de parir al homo wasap, nuestros señores nos han concedido un bien mayúsculo y generoso: la certeza.

Porque, al cabo, para seguir adelante y no tirar la toalla a uno le basta con la fe ciega. Con estar seguro de algo. Y he aquí que, aun atados de pies y manos, todavía podemos decirle a Rajoy que no. Porque es lo único que nos queda. O tildar de gilipollas, sin medias tintas, a quienes no han votado lo que queríamos que votasen. O tragar una y otra vez las mentiras respecto a la corrupción o una guerra en la que presuntamente nunca participó España, según cierto ex ministro al que le pareció buena idea devolver a algunos soldados muertos a sus madres tal como fuesen cayendo los pedazos en el tupper; pero seguros siempre, convencidos sin fisuras, de que en este dejar pasar la calumnia se esconde lo más parecido a la verdad a la que podemos aspirar. Los únicos debates que han quedado, los que protagonizan los portavoces al dictado de los promulgadores del pienso, sirven tan sólo para el refuerzo de las certezas, nunca para el cuestionamiento de los principios. Embrutecidos y monopolizados, hemos entregado a la certeza el lugar que una vez reivindicó la razón. Y quién sabe: quizá esto sea lo mejor.

De manera que el triunfo corresponde a la hinchada, a la servidumbre inquebrantable. A quienes presumen de consignas pertenece, por derecho, el Reino de los Cielos.

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