LUISA Isabel Álvarez de Toledo habría sido una excelente confidente de Proust y parecía un personaje de Stendhal. Con las paradojas de su estirpe. En dominios de los Montpensier, con un Barbadillo poeta y un Caballero Bonald vinatero, Luisa Isabel Álvarez de Toledo logró algo parecido al sueño de Borges: un palacio dentro de una biblioteca y no al revés. Porfió siempre con sus legajos, un archivo de Indias privado que se quedó donde llegaban los galeones. Publicó una novela titulada La huelga, conoció el exilio y lucía una cultura y una provocación que mezcladas la convertían en un personaje fascinante. Le gustaba enfrentarse a los poderes: al franquismo y también a la Junta de Andalucía, ambos omnímodos a su manera, ambos contestados por su bibliografía y su desdén. Llegó a explotar parte del palacio como hotel en un circuito cultural de primera mano. Participó en alguna de las ediciones de los cursos de verano de La Rábida. Era a su manera una defensora del ecosistema de Doñana, una ecologista contra corriente probablemente enfrentada también al poder ecologista. "No sé si era un urogallo, pero el último lo cazó Fraga", decía en una de sus atrevidas declaraciones a los periodistas. Era una magnífica narradora de historias. En su corte, esta Madame de Pompadour se sentía más a gusto con los gañanes y vendimiadores que con sus pares de la nobleza. Estaba al tanto de la actualidad. Una duquesa roja que nunca fue rosa, con un atuendo propio del mayo francés y una locuacidad incontenible, frases rematadas con carcajadas aliñadas con una ironía trufada de sabiduría. No había episodio nacional, figurante de la intrahistoria patria que le resultara ajeno. Defendió su territorio con la vehemencia de un fin de época y una informalidad ciclópea y enciclopédica. Era una marinera en tierra que nunca tragó al Alberti.

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