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Es muy difícil dedicarse a la ciencia cuando hace bueno. Por eso en España no es que falten ganas de investigar -que aquí somos tan observadores como en el resto del planeta- pero, con tantos días de sol como disfrutamos, todo son inconvenientes, porque resulta prácticamente imposible concentrarse en un experimento, pongamos por caso, sobre el ácido ribonucleico, mientras los vecinos están empanando los filetes para echar el día en el campo.

Tal vez por culpa de ese factor externo (el que hace que dediquemos más horas a regar las macetas que a mirar por el microscopio) existen más laboratorios en Munich que en la Costa del Sol, y hay más premiados con el Nobel de Física en Basilea que en la zona de Barbate, donde las oportunidades de hacer carrera como banderillero son muy superiores.

Aparte del factor climatológico, quizás también pueda intervenir en este atraso científico tan nuestro la falta de inversiones públicas. Más que nada porque la ciencia y la tecnología, desde que se inventó la bombilla, exigen unos gastos considerables (a menos que uno pretenda revolucionar el mundo de las telecomunicaciones presentando un teléfono elaborado con envases de yogur, en cuyo caso los costes de producción serían tan escasos como las posibilidades de éxito.)

¿Y por qué son tan ridículas las ayudas estatales a la ciencia en España? ¿Será por lo poco que lucen esas inversiones en el plazo de cuatro años, que es lo más lejos que puede alcanzar un político cuando mira al futuro? ¿O será por alguna venganza personal de unos ministros que no perdonan lo mal que lo pasaron en el instituto por culpa de la Química? Sea como sea, la cosa viene de antiguo.

Cuando Unamuno, en un ataque de casticismo más propio de un chulapo de zarzuela que de un catedrático, soltó aquella estupidez ("que inventen ellos") no se imaginaba lo mucho que iba a calar en las políticas educativas ese desprecio hacia la investigación.

Sin embargo, en algo sí que hemos avanzado desde el siglo XV. Aunque se les trate como a pedigüeños, por lo menos a nuestros científicos, en vez de mandarlos a la hoguera, se les lleva a veces a dar conferencias. Quizás sus descubrimientos no tengan tanto éxito como los de esos inventores que lanzan al mercado artilugios para adelgazar mientras se duerme o pulseras imantadas que curan lo que haga falta. Pero menos da una piedra.

Y se entiende que así sea. En tiempos de banderías y nacionalismos, de exaltación de las identidades montunas, cuando lo cateto deja de verse cateto para convertirse en orgullo, es natural que se insista más en esas diferencias folclóricas que en la universalidad a la que aspiran unas leyes científicas poco dadas al sentimentalismo.

Pero insisto, nada de lo que pasa con la ciencia es nuevo. Si sería penosa la situación económica de los científicos españoles en otras épocas, que cuando preguntaron una vez al matemático Rey Pastor sobre el problema del infinito, ¿saben ustedes lo que contestó?

-Para mí el infinito comienza a partir de mil pesetas.

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