Cocina prehistórica

Es en Matalascañas donde se dan la mano la tradición científica española y el proto-español del Pleistoceno

Leíamos ayer en estas páginas que, mucho antes de que Ángel León abriera su restaurante en El Puerto, los neandertales se dedicaban ya a la caza y el marisqueo, a la cocina venatoria y las gambas sin gabardina, en la playa de Matalascañas. Quizá no fueran propiamente gambas, y sí el camarón o kril que las ballenas azules digieren, morosamente, por toneladas. Lo cierto, en cualquier caso, es que según Eduardo Mayoral, paleontólogo de la Universidad de Huelva, el veraneo en Matalascañas data, al menos, de cien mil años atrás; asunto éste que se induce de las diferentes huellas encontradas hasta el momento, y que sugieren un asentamiento cercano, de excepcional antigüedad, que nos confirma la querencia del español por el crustáceo.

Naturalmente, no vamos a hablar aquí de cocina prehistórica, puesto que la cocina es ciencia que nace, probablemente, con el Neolítico, y con el preciso dominio egipcio del horno y la levadura. O sea, del pan. Esto lo sabemos por Jacob y McGee, quienes señalan la importancia y la novedad del cereal en la Historia del hombre. De igual importancia es cuanto atañe a las nuevas ciencias (geología, paleontología, antropología, arqueología, etcétera), que cobran relieve a partir del XIX y que nos aproximan a quienes nos antecedieron en la tupida bruma primordial donde se pierden -pero ya no tanto- nuestros pasos. Todavía en el XVIII, la existencia de los gigantes patagones eran motivo de disputa erudita, siendo así que nuestro benemérito Feijoo se dedicaba a desmentir tales asuntos. Con lo cual, uno nunca deja de mirar con arrobo el Museo Antropológico que diseñó el marqués de Cubas, frente a la estación de Atocha; y tampoco el Museo Arqueológico de Jareño, donde brilló uno de sus grandes promotores, don José Amador de los Ríos. Recordemos también que el actual Museo del Prado, de Villanueva, se concibió como gabinete de Historia Natural por Carlos III, y que sólo después de la francesada, en tiempos de Fernando VII, pasó a ser museo real de pinturas.

De modo que es en la fresca playa de Matalascañas, no lejos de algún chiringuito, donde se dan la mano la tradición científica española y el proto-español del Pleistoceno, que ya se había aficionado a la gamba de Huelva. Todavía faltaban unos miles de años para que Javier de Burgos hiciera la división provincial de España (1833). Lo cual no quita, claro, para que el neandertal ya hubiera concebido la posibilidad de un chalet en la costa.

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