Una de las reivindicaciones del movimiento feminista convocante del 8-M es sacar el aborto del código penal; es decir, suprimir la actual ley de plazos, que es tanto como consagrar el aborto libre sin atender a la semana de gestación en la que se encuentra la embarazada; esto desde luego es llevar a su máxima expresión el derecho de la mujer a decidir sobre su cuerpo y su maternidad, pero también, y por pura cuestión biológica, a decidir sin preguntar sobre el cuerpo del nasciturus y su derecho a la vida. Nadie puede discutir lo complejo de esta situación, y más cuando el embarazo se produce por cuestiones bien no deseadas o violentas, como puede ser una violación. A nadie escapa que, de los más de cien mil abortos de media en nuestro país, una ínfima parte se producen por esta trágica causa. Por ello este feminismo del 8-M- con total coherencia-, pide el aborto libre. Creo que uno de los mayores fracasos de nuestra sociedad occidental, tan avanzada en muchos aspectos, es la apabullante aceptación social del aborto- con argumento tan débil- como es el derecho a decidir sobre su propio cuerpo, abstracto derecho de última generación. Esta acepción del feminismo no es más que otra forma de supremacismo, que coloca a la mujer- sojuzgada durante siglos-, por encima del derecho a una vida digna del no nacido, que no olvidemos, también son muchas de ellas mujeres. Para conciliar el nada fácil derecho de todas las partes hay un inmenso campo de actuación, de medidas sociales y políticas que evitarían decenas de miles de abortos y supondrían un verdadero avance en derechos, igualdad y dignidad. A cambio hemos cogido un atajo perverso, y no hay debate posible sin que uno pase por involucionista que ve la vida en blanco y negro. Este feminismo supremacista tiene conductas, siguiendo su propia lógica, muy machistas.

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