MUCHAS personas de mi edad crecimos bajo el paraguas de unos valores que no debían modificarse porque en ellos radicaba la grandeza del individuo. Salvo excepciones, las grandes virtudes estaban inmersas en una sociedad que nos pedía transmitir ese orden moral a las siguientes generaciones. Pero todo ha cambiado. El relativismo, la aceptación de que el fin justifica los medios y la convicción de que todo es válido si con ello se consigue placer y dinero, ha hecho que se sacrifique incluso al mismo ser humano. Se ha legalizado el aborto y le seguirá la eutanasia. Se ha impuesto una ideología de género que ignora las raíces antropológicas y propugna por una indiferenciación sexual alegando que la masculinidad y la feminidad son constructos culturales que hay que derribar en pos de una mal entendida igualdad.

La sexualidad que se enseña es meramente utilitaria, nada hay ahí de un amor que se convierta en una comunión de vida porque todo queda en una mera cosificación de la persona. En este nuevo mundo está prohibida la trascendencia, lo excelso y lo que no se perciba burdamente con los sentidos. Ante este panorama surge la propuesta del pin parental de Vox mediante el cual los escolares necesitarán una autorización expresa de los padres para asistir a charlas, talleres o cualquier tipo de actividad que tenga relación con la sexualidad o con cuestiones morales controvertidas. Es una especie de blindaje por temor a que los niños puedan ser adoctrinados en cuestiones que van en contra de los principios que rigen en sus hogares. Por ello la información que se brinde a los padres sobre lo que se imparta a los menores es de vital importancia. Es una iniciativa que ya se ha topado con la negativa del gobierno pero que va orientada a custodiar el patrimonio ético de los hijos, un legado fundamental que no debe manosearse ni pervertirse, mucho menos en aras de unos intereses a los que les importa muy poco que a muchos inocentes les encharquen de agua sucia el corazón.

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