A la evolución de la especie le ha salido un duro competidor. El propio ser humano. Que alimenta sus egos para hacerse de rogar y poner trabas a su propio desarrollo. Ahora se da cuenta de que las relaciones entre seres humanos son la base de nuestra manera de vivir y que sin los demás no somos nada. La gente ha llegado al convencimiento de que abrazarse, darse dos besos, estrecharse las manos o respirar junto a otros mortales es un peligro. Ha tenido que llegar el covid19 para abrir los ojos a los riesgos preventivistas a los que estamos abocados y hacer creer que el fin del mundo está cerca. Los autistas estamos de enhorabuena, las empresas de mascarillas se frotan las manos, los supermercados hacen su agosto y los médicos no dan abasto. Lo que pasa por la cabeza de la mayoría de europeos es altamente sospechoso puesto que la reacción egoísta prima por encima de las cosas. Colocarse ahora la corona de la asepsia parece meritorio. La mayoría, se ha dado cuenta del nivel de vida que llevaba cuando cree que empieza a perderlo. La libertad, la forma de vivir, la manera de relacionarse, la tranquilidad de convivir no tiene precio. Las restricciones y las limitaciones llevan instaladas en nuestro planeta miles de años, en muchas regiones y de muchas formas, pero cuando toca de cerca en la cola del banco o en la del besamanos es cuando hace temblar los cimientos. Tan festivos como somos, no nos cabe en la cabeza eso de no poder disfrutar las fiestas, las fallas, los partidos de fútbol, los conciertos, la semana santa o la feria. Algo se estará haciendo mal cuando una vez más nos quedamos en lo superflúo. Porque en realidad, desde que Hipócrates empezara sus estudios hasta hoy, han existido muchas situaciones para recordarnos que no somos tan inmortales como creemos. Un poquito de humildad no bien mal de vez en cuando. Y que cada cual asuma lo suyo.

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