Cuchillo sin filo

Francisco Correal

Costa da Morte

LO dijo mientras me llevaba al aeropuerto coruñés de Alvedro en el BMW descapotable de su padre: "Carallo, otra vez tengo abuelos". Al abuelo paterno no lo conocieron Alberte ni sus hermanos Eduardo y Alessandre. Su abuela materna ha muerto recientemente. Se separaron muy pronto, pero la madre los educó en el amor y el respeto a la figura paterna. Lo demostraron con creces cuando hicieron de testigos en el segundo matrimonio de su padre, celebrado en O Quinteiro, finca familiar de Beatriz, la novia que les ha regalado a estos tres jóvenes gallegos los abuelos que la vida les fue sustrayendo.

Vi una vez al padre del dueño del descapotable. Vino con su mujer a ver cómo era la residencia en la que se alojaba su hijo los años de universidad. No hubiera entrado en unos territorios tan privados, tan íntimos, sellados con el amor certificado en Fontecarmoa, de no haberse producido un hecho que habrá revivido la precoz pérdida del abuelo de Eduardo, Alberte y Alessandre. De regreso de Galicia, conocí la noticia del naufragio de un pesquero en las costas de Cedeira, pueblo coruñés con las más hermosas puestas de sol que he visto en mi vida. Rescataron a seis marineros con vida y después encontraron el cadáver del armador del barco, que eventualmente, por ausencia del titular, hacía las veces de patrón. Los funerales se celebraron en Cariño, villa gallega de la que paradójicamente recuerdo la belleza de su cementerio, una osadía celta prendida de una cornisa en pleno acantilado.

El padre del novio también capitaneaba el barco pesquero que hace muchos años naufragó cerca de San Vicente de la Barquera. Su cadáver fue el último en ser rescatado. Viajé en coche-cama a Santander a los funerales. Caetano se quedaba huérfano sin imaginar que iba a ser dos veces marido y tres veces padre. El padre de mi amigo era natural de Corrubedo, un pueblo que desde que lo descubrió Chipperfield se ha convertido en el parnaso de los arquitectos. Está en plena costa da Morte. Una toponimia sin velos ni temores. Un pueblo con una verbena digna de una película de Gutiérrez Aragón donde abundan las mujeres viudas y los hombres supervivientes, que en el mar, la mar, como nadie los llevó a la ciudad, aprendieron su particular teoría de la relatividad: el absoluto consiste en dormir la siesta, tomar un vino con los amigos o eternizarse en la contemplación de ese horizonte sin dobleces, tantas veces amado, temido, odiado.

Eduardo, Alberte y Alessandre vuelven a tener abuelo. Como si en la bonhomía de Luis, el padre de la novia, les hubiera sido devuelto por el mar el referente que nunca tuvieron. Hay, carallo, sentimientos mucho más indisolubles que los matrimonios.

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