de poco un todo

Enrique García-Máiquez /

Cotilleos

ESTAMOS tan encima unos de otros que oigo todas las conversaciones de la playa. De la aglomeración veraniega protestarán los madrileños, porque para ellos es lo cotidiano y, por tanto, mucho y feo. Para los indígenas, que (exagerando un poco) pasamos el largo invierno paseándonos melancólicos por playas solitarias, el jaleo, anda jaleo, es uno de los alicientes de la estación.

A mí me aburre muchísimo cotillear, vaya eso por delante. Pero enterarme por detrás de los cotilleos ajenos me divierte una barbaridad. Soy un cotilla pasivo. Será que no me gusta dar mi opinión, porque o no la tengo o para qué. O que no me veo poniendo caras de asombro ni asintiendo demasiado. O que los cotillas, observados desde fuera del corro, se retratan a sí mismos, y es lo que tiene auténtico interés: el fiel autorretrato inconsciente.

La tele rosa, sin embargo, me aburre. Los programas del corazón son deplorables, pero lo peor es que profesionalizan el cotilleo, que en una sociedad sana, abierta, vigorosa y despierta deben ejercer los ciudadanos sobre sus vecinos, construyendo una comunidad con la atención de unos sobre otros, que estrecha los lazos y, como el roce, genera el cariño. Por la cercanía, estos cotilleos clásicos o comunitarios nunca pueden ser tan despiadados como los de los profesionales del corazón a los famosos profesionales, donde el dinero y el histrionismo todo lo enconan. El éxito de audiencias de esos programas es un síntoma preocupante de descomposición social, antes que por motivos estrictamente morales, por lo que supone de ausencia de un cotilleo local y amateur, cuyo vacío llenan.

No será en verano, donde las familias comprimidas en rentabilizadas comunidades de adosados y de hermanos y cuñados y primos dentro de cada unifamiliar crean un marco incomparable para la práctica del cotilleo, incluso para el cotilleo extremo y para el cotilleo de riesgo (de riesgo de ser oídos, tan pegados como estamos). Aunque la mayoría de las veces son totalmente inofensivos, y se dedican a repasar con meticulosidad noviazgos, bodas, nacimientos, escolarizaciones, actividades deportivas y otras desgracias, otras veces sí se tira a dar, pero en legítima defensa, por supuesto, y sin mucha puntería.

El buen cotilla pasivo sólo ha de tener cuidado con vencer la tentación de entrar a saco a corregir erratas. Con los parentescos y jerarquías de los autóctonos, que es un tema muy de veraneante, se cometen grandes pifias, pero yo me muerdo la lengua con fuerza y no digo ni mu. Es posible que después de este artículo se haga un cerco de silencio a mi alrededor cuando me siente con cara de severo intelectual en la playa tras el parapeto de un libro de Mircea Eliade, pero no importa: ya queda, ay, muy poco verano, me he enterado de casi todo y, además, eso significaría que me leen, inesperada alegría que a un escritor le compensa de cualquier cosa.

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