La escena la viví la otra mañana mientras esperaba turno para arreglar ciertos papeles relacionados con la casa de mi madre.

El aforo de aquel recinto rozaba el lleno a eso de las nueve; una madre sin paciencia le daba una y otra vez el móvil a su hijo pequeño de apenas un año para tenerlo distraído; el guarda de la puerta hacía funciones de conserje, de psicólogo, de confidente; mi vecino de asiento, Rogelio, me contó en media hora su vida, la de sus hijos, la de sus cultivos; … El ruido le vencía la batalla al aire gracias al sudor de esa jungla de ciudadanos impacientes que reclamaban sus injusticias por los impuestos a pagar mientras sus IPhone 7 no paraban de recibir mensajes de WhatsApp. Y en medio de este lienzo costumbrista de una mañana de julio, descubrí la presencia de una niña que -acompañando a su madre-, me hizo ver que la infancia depende de la cuna en la que nazcas. Con las rodillas limpia de moratones y algunos dientes de leche a punto de despedirse de ella, al tocarle su turno, la pequeña hizo de traductora entre su progenitora, que supongo que a estas alturas de su vida sigue negándose a hablar nuestro idioma, y un funcionario que sólo estaba pensando en el sabor de la tostada que se iba a zampar en apenas diez minutos. Con una aniñada sonrisa, era digno de admirar cómo ese cuerpo menudo se movía con suma facilidad entre las ciénagas de un mundo de mayores, de gritos, de soberbias… Y es que justo cuando tendría que estar viviendo la vida sin preocupaciones, jugando con muñecas y deshojando la tarde de amores y sueños, su piel se va curtiendo de cicatrices y va descubriendo demasiado pronto la mirada envenenada de esta sociedad presumida y egoísta. Pequeña, ojalá pudieras crecer más despacio…

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