La luna, apoyada sobre la barandilla de la noche, fue testigo de aquel encuentro que ambos tuvimos sobre las costuras del viejo arrabal de Santiago.

Yo estaba nervioso, el corazón se iba acelerando por momentos y la mirada andaba perdida; Tú franqueabas la puerta agitanada por olivos con la barbilla hundida, las heridas por mis pecados sin cerrar y con el Alma hecha jirones.

Tañían campanas con ecos de muerte a lo lejos. Se descorría el tiempo para sosegar a la niña de los ojos de los que allí estaban. El silencio se clavó en tu perfil dibujado por patinas de rezos, correteando tu nombre por esquinas y rincones.

Y entonces llegaste. Me vestí. Y me venciste.

Sin decir nada; sin nada que decir.

Asintiendo con Tu gracia entre un calvario de sombras. Derramando tu Palabra con un puñado de estaciones. Caminando de frente, con la memoria rota y los espejos a medio emborronarse con el vaho de tu sombra.

Fue un encuentro breve. Alejado. Distante.

Sobre la niebla que comenzaba a caerte a plomo, deshojé los puntos suspensivos de mis dudas, y al regresar a casa por veredas oscuras y frías, entendí que era un simple cobarde, un simple mortal que huyo de tu lado, un simple quisiera sin confianza en sus latidos.

Déjame que te pida perdón por quererte con las huellas cambiadas de sitio. Déjame que te diga que te extraño, que te anhelo, que la vida sin ti es menos vida y apenas merezco vivirla. Déjame que te susurre al oído que iré a buscarte cuando mis pies encuentren el camino, cuando mire por mis adentros, cuando el daño halla cesado. Nuestra historia quedará escrita en el quinto sueño de la madrugada, donde soy feliz al ser de Ti; y recuerda que no se puede engañar a los olvidos, y yo no quiero olvidarme de ti.

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