Obituario
El prospecto de su corazón
Gafas de cerca
Era una pareja mayor, con buen aspecto, pero con esas maneras de desagradable respeto a que suelen estar repletas de "por favor", "gracias", "señora" y "caballero". Eran las suyas unas formas algo severas; con el rictus molesto y la deliberada falta de contacto visual que adorna -más bien afea- la actitud de exigencia de ciertos clientes o usuarios. El talante de los dos ancianos de buen ver era displicente con el cortador de una de esas boutiques del jamón que nos hace girar la cabeza cuando pasamos junto a sus escaparates. Aquel día -venía de estar unos días amontunado- no sólo giré la cabeza, sino también los pasos, y lo hice hacia la puerta del establecimiento, poseído por el urgente deseo de zamparme un bocadillo del mejor ibérico y una lata muy fresca. Aquellos dos catadores solicitaban probar una pata, y otra, y otra. Ninguno les satisfacía. Finalmente, pidieron un cuarto de kilo del más caro y con mayor número de blancas cristalizaciones belloteras. Lo volvieron a probar ya empapelado... y allí lo dejaron. Quede usted con Dios, muy buenas, está picado, hombre. El cortador me dijo que no era raro que algunos clientes no fueran en realidad tales; que su deseo al ir a la tienda no fuera otro que teatralizar un señorío infantiloide y, de paso, putear al sufrido dependiente de turno. Ese día le tocó a aquel santo Job.
Lo de que el cliente siempre lleva la razón es algo más que dudoso. Uno es partidario de una vulgarización de la Ley de Say ("La oferta crea su propia demanda... y la maneja: esto es lo que hay; lo tomas o lo dejas: pleitesía, a mi madre"). El cliente lleva la razón cuando la lleva, y en ese caso, para eso está el diálogo y, si es que no hay manera, la reclamación o la espantada. Si hay algo deleznable en una persona, algo que la retrata, es la crueldad con el débil. Por ejemplo, un camarero, cuyo papel es de servicio puro y exigida cordialidad, o al menos de respeto por quien va a gastar y a disfrutar (se supone). La actitud castigadora es una excrecencia de la exigencia, algo tolerable -exigir, no castigar- si te dan mal servicio, y sólo si es que quien te sirve no está desbordado. Pero hay gente demasiado previsible, con la escopeta cargada y aire de rentista con gota y pretendida experiencia en "caldos" -horrísona forma de llamar al vino- que van a chinchar al mesero sí o sí: han ido al establecimiento de marras para calmar sus complejos y cutres delirios de grandeza. Y de cara a la galería, por lo general. Gente que, al llegar a casa, con seguridad no es nadie; o peor, es demasiado alguien: un cabestro vocacional.
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