HABLANDO EN EL DESIERTO

Francisco Bejarano

Culpa ajena

FRANCO murió y fue enterrado tras solemnes funerales sin que la oposición antifranquista, más o menos clandestina, lograra derribarlo del poder. Ni siquiera lograron debilitarlo, porque la debilidad última del régimen venía de dentro de él. Con Franco en las páginas de la Historia vinieron unos cuantos años peligrosos, pero se oían afirmaciones esperanzadoras que hacían prever un futuro de sentido común, una democracia parecida a la de los países vecinos y una política que no actuara de espaldas a la realidad de la calle. Entre los que creían que el franquismo continuaría en la monarquía y quienes pensaban que en España se daban las circunstancias favorables para una revolución reaccionaria, estaba la España real y mayoritaria. Hubo sobresaltos, inestabilidad, muchos muertos por Eta y conspiraciones para un golpe militar, incluido un intento claro. Con mil dificultades se salió adelante.

La España real y mayoritaria vuelve a vivir de espaldas a sus gobernantes. La conspiración judeo-masónica y del comunismo internacional, unidos a los malos españoles, eran los culpables tradicionales de los males de España. A última hora ya no se lo creía nadie, pero se seguía diciendo. El sistema de culpar a otros de las torpezas propias es el mismo: los bancos, Estados Unidos, el capitalismo y la derecha fascista son los responsables de las dificultades económicas por las que atraviesa España. Los españoles hemos tenido un método de echar culpas fuera que sigue funcionando: mis éxitos son míos y mis fracasos, culpa de los demás, y un estoicismo histórico todavía en práctica: si un rey, un papa, un régimen o un gobierno no me gusta, tengo que tener paciencia y esperar al siguiente. Quizá por esto las palabras, cuando se entienden, de los gobernantes, tienen poco que ver con las que oímos en la calle. Parece nuestro destino.

Tal vez por este espíritu fatalista, que tiene algo de sentido de la eternidad, en España nunca hubo una verdadera revolución. Hubo guerras civiles, reformas, pronunciamientos y cambios de régimen, pero no revoluciones ni auténticos cambios, sino camuflajes para que todo siguiera igual. Si detrás de cada uno de estos cambios gatopardescos se hubiera promulgado una ley de Memoria Histórica para separar a los malos de los buenos españoles, la última sería innecesaria porque ya no tendríamos memoria, sino un cúmulo de confusiones que los historiadores intentarían trabajosamente desentrañar. Las culpas nunca serían de los gobiernos en ejercicio, sino de los anteriores, con los que habría que ajustar cuentas. La mayoría no es tonta: es crédula y consiente, siempre ha consentido. Tenemos la impresión de que el Poder conserva todavía en España un halo sagrado y la protección de la Providencia Divina, y que las desdichas son castigos por nuestros pecados.

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