Ojo de pez

pablo / bujalance

Cultura popular

Alo largo de la última campaña electoral (todo apunta a que conviene ir preparándose para la siguiente), algunos colegas lamentaban que ningún candidato hiciera una sola referencia a la cultura en sus debates, mítines, análisis, promesas y soflamas. El asunto no interesa a sus señorías, pero, dado que todo esto funciona según la ley de la oferta y la demanda, resulta lógico pensar que tampoco interesa a sus votantes. Lo más que se podía esperar era que algún partido prometiese una reducción del IVA cultural, lo que no es estrictamente un asunto cultural sino fiscal, pero es que a esto ha quedado reducida lo que hace una buena tanda de años se hacía llamar cultura: una actividad económica como cualquier otra que, como cualquier otra, reivindica su derecho a no extinguirse. Que todo un sector productivo se hunda ante la pasividad del Gobierno responsable es un despropósito, pero esto mismo ha sucedido desde el estallido de la crisis con otros cuyos frutos, del mismo modo, dejaron de ser reclamados. La desaparición de empresas y organismos culturales a costa del 21% es un síntoma que delata un mal mayor, pero no el único. El problema real es que la cultura ha dejado de ser el patrimonio vivo que permite crecer a los individuos y las sociedades para quedarse en pasatiempo. O, mejor, en lujo prescindible.

Habría que acudir a diversos factores para explicar por qué la cultura ya no entraña un valor per se. El modus liberal ha asentado la eficacia como primer criterio a fijar en las relaciones personales, y ya se sabe que la cultura se ocupa a menudo de cuestiones inútiles (cuando Cioran señaló como única meta "ser más inútil que la música" estaba delimitando lo que podemos considerar humano frente a lo que no). Tenemos así una educación consagrada al alimento de los cánones competitivos y en la que la cultura, ya sea en su expresión artística, científica o humanística, es un fenómeno cada vez más extraño. Nuestros intelectuales parecen haber asumido que es mejor no molestar y así se muestran en su mayor parte blanditos, domesticados, generosamente cuerdos. Pero tal vez el signo más fiable de todo esto lo representa la televisión: antes era posible encontrar, aunque fuera a altas horas de la noche, a Miles Davis tocando la trompeta o a Nabokov tildando de "autor humorístico" a Freud. Ahora, ya me dirán ustedes. ¿Sólo cito a creadores muertos? Sí. Vaya por Dios.

Pero la maniobra más efectiva, tan en boga, es la que convierte la cultura en nadería efímera de cocktail e inauguración para ligar en las redes sociales. Es la nueva cultura popular, dicen. Sálvese quien pueda.

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