C UANDO pasan veinte años de algo existe cierta tentación de decir que el tiempo vuela y que las cosas, al fin y al cabo, tampoco es que hayan cambiado tanto. A mí, sin embargo, nada de lo que ocurrió en 1997 me parece que ocurriera ayer por la tarde. Ni la muerte de Diana de Gales ni el nacimiento de la ovejita Dolly. Todo lo que pasó entonces lo veo bastante lejano. Pero si hay un acontecimiento de aquel verano que me parece especialmente remoto, ese es el asesinato de Miguel Ángel Blanco.

Y me parece algo tan lejano porque hoy, afortunadamente, suena a prehistórico todo aquello de los secuestros de ETA, de los coche-bomba y de los tiros en la nuca. Sin embargo, en esa época en los telediarios el terrorismo vasco venía a ser como el levante en el Estrecho: algo corriente y natural. Por eso mismo, a pesar de la vileza que supone, casi me he alegrado de que varios ayuntamientos en España, cuando se ha planteado estos días conmemorar aquel crimen, hayan tenido la misma reacción que si se les hubiera planteado conmemorar la muerte de Viriato. Señal de que pertenece a un pasado del que algunos ya ni se quieren acordar.

La alcaldesa de Madrid, por ejemplo, ha remoloneado bastante a la hora de hacer los honores a Miguel Ángel Blanco, y lo ha justificado diciendo que podría ser un agravio homenajearle a él en concreto, con respecto a otras víctimas del terrorismo. Pero entonces, con esos mismos argumentos, habrá que suprimir de una vez por todas los homenajes póstumos (así sean a poetas, a concejales o a limpiabotas), ya que acordarse ahora de las víctimas del bombardeo de Guernica, de la figura de Miguel Hernández, o querer desenterrar los huesos de Federico García Lorca, podría entenderse como una provocación contra otras víctimas, ya sean las del Holocausto o las del crimen de Puerto Hurraco.

Para informar a los más jóvenes, incluyendo a la alcaldesa de Madrid, habrá que recordar que en el homenaje a Miguel Ángel Blanco no se pretendía hacer memoria de una simple tragedia personal en la que alguien tuvo un mal día y perdió la vida. Ni siquiera se pretendía hacer un ajuste de cuentas contra los que defendían sus convicciones políticas vaciando el cargador de su pistola en la nuca de un vecino. Lo que se homenajeaba en esta ocasión era a esa víctima en particular que, entre los cientos de ellas que hubo antes, y todas las que vinieron después, significó un vuelco para aquella sociedad enferma y acostumbrada a mirar hacia otro lado, pero que esa vez, en lugar de seguir echando la partida en el bar mientras sonaban los tiros en la plaza del pueblo, prefirió salir a la calle, a cara descubierta, y decir que ya estaba harta de sangre y de banderas.

Pero es inevitable. La memoria, por histórica que sea, se rige por unos principios caprichosos. De ahí que mucha gente se acuerde de lo que pasó hace un siglo y no sepa muy bien lo que cenó anoche. Lo malo es que estos achaques no se curan con la edad

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios